DE ARTISTAS Y JAULAS
Un pintor llamado Leo Sabarsky se muda a un edificio en algún rincón perdido de Londres en busca de inspiración para su próxima obra. Pero el lugar donde se muda agrupa a una peculiar mezcla de personajes, cada uno con su propia historia, neurosis, y misterio. Dos de ellos también son artistas: Angel, un músico de jazz con delirios filosóficos que trabaja en un club local, cuyo estilo particular lo ha convertido en un paria entre los demás músicos; y Jonathan Rush, autor de una controversial novela llamada Cages, una historia épica en la que presentaba cuestiones existenciales acerca de la condición humana, la cual enfureció tanto a sus lectores que se vio forzado a recluirse. El elenco también incluye, entre otros personajes, a un gato que se pasea por los alrededores y funciona como un particular narrador en tercera persona, ya que podemos ver todo lo que él ve; una misteriosa mujer que se convertirá en modelo para Leo; y un Dios que luce como un hombre de negocios de mediana edad.
A nivel superficial, la obra trata acerca de las vidas entrecruzadas de estos personajes, y podría decirse que el conflicto central se basa en cómo cada uno de ellos se libera de sus jaulas mentales; el pintor que es incapaz de expresarse a través de su arte, el escritor que ofendió a otros sin intención, la anciana incapaz de aceptar la ausencia de su marido, todos se encuentran atrapados en una situación de la cual necesitan liberarse para continuar con sus vidas. Pero si todas estas historias se sienten algo inconexas entre sí es, simplemente, porque la intención es otra. La historia fluctúa entre aquello que está arraigado en la realidad (aunque esa realidad resulte bastante cuestionable) y un estado de ensueño, semiconsciente, donde la poesía y el inconfundible estilo artístico de McKean se unen para hacer una gradual transición de lo literal a lo alegórico, de lo real a lo surreal.
A primera vista, el aspecto que más sorprende de esta obra es que, aparte de las portadas originales y alguna que otra página, está realizada casi completamente con lapicera y tinta, con dibujos de trazo simple e irregular, en blanco y negro con ocasionales toques de azul, que por momentos se alejan del estilo tradicional del comic. El notorio cambio de estilo tiene su explicación; McKean estaba un poco desencantado con los comics pintados que había realizado hasta entonces porque pensaba que la narrativa perdía fluidez, de modo que buscó marcar una diferencia en Cages. El arte es tan simple como emotivo; aquí presta más atención a las sutilezas detrás de la comunicación entre las personas, cómo la gente habla y se mueve, al punto que sus personajes tienen un lenguaje corporal perfectamente coreografiado. Los cambios en el estilo de narración generalmente están acompañados por un cambio en el estilo artístico, y es ahí cuando su experimentación visual sirve a los propósitos del guión. Como ejemplo está una de las mejores escenas que se haya visto en una historieta: un hombre y una mujer están conociéndose en un bar, y a medida que se sumergen más y más en su conversación, el arte cambia los paneles y diálogos convencionales por una representación abstracta de la música de fondo. Podemos imaginar lo que están diciendo, pero no hacen falta las palabras específicas. El arte refleja perfectamente la idea de perderse en el momento y la idea de una conversación sin tener que deletrearlo completamente. Eso es simplemente brillante, y en esos interludios donde McKean recurre a la pintura, los montajes fotográficos, las imágenes abstractas o los colores, el efecto es realmente fascinante, incluso cuando la historia se debilita o se pierde en meditaciones filosóficas.
MOLDEANDO UNA OBRA DE ARTE
McKean planeó la obra completa desde el principio, pero también se permitió a sí mismo experimentar a medida que pasaba de una sección de la historia a otra. Claramente nos encontramos ante la obra de alguien que entiende el medio en el cual trabaja: el arte y la historia funcionan juntos en perfecta sincronía. Pero las obras maestras nunca pueden ser descriptas adecuadamente en pocas palabras ni reducidas a un concepto simple. Cages abarca tantas cosas en sus casi 500 páginas que el lector no puede limitarse a la historia de un artista joven que se presenta en la superficie. Por supuesto, no se trata de una obra que cualquier lector será capaz de disfrutar; requiere una importante inversión de tiempo para leer y contemplar y, probablemente, leer y contemplar de nuevo. El argumento es prácticamente inexistente, casi una excusa, y sirve más como un medio para intentar comprender el proceso detrás de la creatividad y la reacción que tiene la gente que rodea a los artistas hacia ese proceso.
Probablemente una de las decisiones más arriesgadas haya sido comenzar la obra con una prosa de considerable extensión, que presenta una serie de mitos acerca de la creación; éstos son mitos que jamás encontraremos en ningún libro de folklore, pero que de todos modos resultan familiares. De inmediato se vuelve evidente que algo más grande se está tejiendo detrás de la historia de un pintor con bloqueo creativo. Al presentar una serie de historias entrelazadas acerca del arte, la creatividad, y el precio que uno paga por ello, McKean sugiere que es en el acto de la creación artística que el ser humano se acerca a lo divino, y es ahí cuando la obra se convierte en un todo cohesivo, en algo más que la suma de sus partes. Pero, para alivio del lector, no todo es serio y profundo, porque el mordaz sentido del humor del autor es una presencia constante, y provee un muy necesario contrapunto a lo ambicioso del guión.
Todavía me asombra la calidad de esta obra, y no queda más que recomendarla sin reservas. Los diálogos son grandiosos, los personajes se sienten muy reales, contiene escenas muy bien logradas, y el arte es simplemente impactante.
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