La cálida brisa mañanera me acompañaba. Caminé atravesando la calle principal de la plaza, toda llena de hojas caídas en un otoño dorado, o al menos así lo recuerdo. Es fácil pintar todo recuerdo bajo un aura de maravilla, de perfección: intentaré no hacerlo demasiado.
-Buen día -dije, agarrando la Patoruzú. ¿Me llevo esto?
-¿Qué hacés pibe? -contestó. Asentí sonriendo, queriendo decir “bien”, pero sin decirlo. Siempre fui de pocas palabras. Pagué los australes que salía, saludé sin mirar y emprendí el regreso.
Iba mirando la tapa: el heroe atado con cuerdas de sus cuatro extremidades, formando una equis con su cuerpo, mirando desafiante, a un segundo de soltarse. Los colores me llamaban la atención, pero algo lo hizo más: con el rabillo del ojo, lo noté.
Un resplandor, una luminiscencia que se hacía presente de pronto. Giré la cabeza, miré fijo y lo vi: la realidad se replegó sobre sí misma; las casas y los árboles y los tachos de basura giraron en un bucle veloz que los hizo mezclarse entre sí y formar manchas de un color hiper real durante unos segundos, hasta que de todo ese caos y estridencia salió una mano. Tomó la mía y me di cuenta que esa mano tenía un cuerpo, y el cuerpo cara, y la cara me miraba y sonreía. Sentí que me atraía hacia él, y no me contuve.
Me sentí en 2001 Odisea en el Espacio. El mundo iba a velocidad luz, las manchas de color salpicaban mi mente y creí que iba a desmayarme antes de poder comprender qué carajo estaba pasando. Pero no lo hice: pronto todo volvió a ser estático, inmóvil.
Estaba en el mismo lugar, pero algo había cambiado. Los árboles parecían más viejos, las ventanas de las casas más grises, con más hierro. Menos gente caminaba.
Giré, y vi que el kiosco de diarios seguía ahí. Quizás fuera un movimiento de auto defensa, de querer aferrarme a algo que sí lo sentía normal, pero lo cierto es que fui hacia él.
Cuando llegué al escaparate, miré al vendedor, y me quedé sin habla. El mismo tipo, la misma cara, pero con el pelo mucho más blanco.
¿Qué era esto? ¿Qué había pasado?
Me miró y preguntó qué necesitaba, obviamente no teniendo ni idea de “este pibe” que tan solo unos minutos atrás había atravesado un mar de tiempo. Tenía todavía el Patoruzú en la mano, lo miré y noté que estaba algo arrugado. Seguramente lo había apretado fuerte en esa especie de viaje astral del que aún no tenía explicación.
Me excusé, musité algunas palabras y estaba dispuesto a irme cuando bajé la mirada y vi algo más que me llamó la atención: exhibidos, libros y libros de historieta, tapa dura, de Marvel y DC. Avengers, Capitán América, Batman, La Liga… infinitos.
A veces la fascinación por algo puede ser más grande que las circunstancias apremiantes por las que atravesamos. Quizás. Pero no pude evitar olvidarme de todo y tomar uno de aquellos libros en mis manos y contemplarlo, boquiabierto, por unos minutos.
-¿Querés llevar ese? -dijo el diariero.
-¿Cuánto cuesta? -pregunté.
- Doscientos veinte pesos, por ahora no aumentan…
¿”Pesos”, pensé? Quizás fue la gota que rebalsó mi joven y humilde entendimiento, así que bajé el libro, agradecí, y me fui.
Volví a atravesar la plaza y me crucé con un hombre extrañísimo: era un tipo grande, de barba, anteojos y algo subido de peso. Y, lo imposible: llevaba puesta una remera con un escudo azul, rojo y blanco. Más allá, pasó un nene en bicicleta con una remera negra y el símbolo de Batman grande, amarillísimo, en el pecho.
Mirándolo, no pude evitar perder la concentración en el camino, y me dí de bruces con otra persona, toda vestida de negro, que se me quedó mirando, con una sonrisa que empezaba a recordar. Era aquella que me había llevado hasta allí.
No pude evitar asustarme, y copiosas lágrimas afloraron a mis jóvenes cachetes.
- No, no… no te asustes. Vení, soy un amigo. Sólo quiero hablar, un segundo nada más.
Mil veces mis viejos me habían advertido de este tipo de situaciones: no hablar con extraños, no ir con nadie que no conozcas y toda la bola… Pero había algo en ese rostro, en esa sonrisa… que no puedo dejar de reconocer que generó en mí cierta seguridad.
Me tomó de la mano, me llevó a un banco y nos sentamos.
Dijo lo siguiente:
- Ni vos ni yo somos reales. Vos estás acá mediante un recurso literario… yo tampoco estoy, en realidad. Es gracioso, el único que en verdad está es quien nos lee, pero esa es otra historia. Perdoná, no quiero confundirte. Sé que es imposible que vos, a la edad que tenés, recuerdes o tan sólo entiendas lo que quiero decirte (… pausa…). ¿Y qué quiero decirte? Qué sé yo… quizás tal vez gracias, por haber sacado esta pasión de quién sabe dónde, y nunca dejar de hacer sido la semilla que hoy tengo dentro mío, todavía. No dejes de leer, no dejes de interesarte. No abandones la maravilla, el color… Hoy todos te gastan con las “revistitas” que te comprás… pero con el tiempo eso va a cambiar. Los tiempos actuales son raros: empezó una revolución relacionada a los comics que creímos iba a ir hacia un entendimiento y aceptación del medio en una medida descomunal… pero en verdad lo que pasó fue que se está volviendo algo vacío, que va hacia lo superficial… (me miró como buscando las palabras justas, que no encontraba). No sé. Quizás quería preguntarte qué preferías… el mundo en el que estás o en el que estoy yo. Y tal vez tu respuesta me asuste un poco… (yo no entendía nada, seguía más asustado que antes y quería volver a casa). Quizás lo mejor sea que sigas camino, pibe.
Me paré, miré hacia donde estaba mi casa y emprendí el camino. A los pocos pasos me volteé, y el hombre ya no estaba. También me dí cuenta que el Patoruzú se había perdido también en algún momento. Lo busqué, pero no estaba por ningún lado. Salí corriendo, y llegué a casa agitadísimo. Asustado, sorprendido aún.
Papá lo notó y habló conmigo pero… ¿qué explicarle? Ni yo entendía qué había pasado.
Hoy, tengo aquella Patoruzú en la mano. La miro y contemplo la posibilidad de escribir un cuento acerca de la infancia perdida. Para aclarar las ideas, decido salir a caminar. Era una mañana hermosa de otoño.
La cálida brisa mañanera me acompañaba.
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