El primero que compré fue el Martian Manhunter.
Laburaba en una librería del centro y salí a caminar en la hora de comida. Sin casi darme cuenta, de pronto estaba ante la vidriera de una comiquería y ahí lo vi: erguido, dentro de su caja, verde el cuerpo y rojos los ojos. Era exactamente igual al de la serie animada… Me sorprendió el detalle, la fineza, lo potente de su figura. Veinticinco centímetros de alto, hermoso. Entré, pregunté el precio (150 mangos) y me lo llevé. No sabía que estaba comprando una de las figuras más difíciles de conseguir en todo el conjunto.
Tenía la idea de que sería el único: sabía que había más, que toda la JLU andaba por ahí en igual calidad, pero no… no debía sucumbir ante la sed insaciable de más, y más, y más.
Se lo mostré a mi mujer y de pronto los planetas se alinearon de manera impensada: “ahora tenés que conseguir los otros”, me dijo casi ingenuamente. Algo hizo click en mi cerebro y me avoqué a eso.
Con el tiempo llegaron Batman, Superman, Wonder Woman, los más fáciles y populares, digamos.
Pero faltaban varios. De esto pasaron más de 10 años y los dealers virtuales no abundaban todavía, ni hablar de encontrar algo de esto en Mercado Libre. No, no era fácil.
Dejando la vida, compré a Flash por Ebay. Lo esperé ansioso y tiempo después encontré un papelito de que el muñeco estaba en la aduana, esperando que fuese a buscarlo. Lo mismo me pasó con Hawkgirl y Aquaman.
Más tarde aparecieron Green Arrow y The Atom, y ahí se acabó la travesía (si bien también está Hourman, nunca me cebó demasiado y es obvio que es un choreo para seguir facturando).
Así que allí estaban en mi vitrina, relucientes, perfectos, hermosos por donde se los mirara. Todos juntos formaban un panteón inigualable, y no había vez en que los mirara que no me robaran una sonrisa.
Pero la vida tiene sus contras, sus idas y vueltas, y de pronto muchos años habían pasado. Con mi mujer nos metimos en la compra de un auto, que gracias a la inoperancia y malicia de la concesionaria no podíamos terminar de pagar nunca. Reveses traicioneros nos hicieron necesitar guita urgente, y empecé a mirar aquellos pedacitos de alma que tenía por doquier en casa y que podrían salvarnos. Descarté vender comics… la muerte antes que eso. Y mientras miraba los estantes los vi… aquellos muñecos que tanto había tardado en conseguir, que tanto esfuerzo me habían demandado, sostenían mi mirada con expresión de sorpresa.
Me costó, no lo voy a negar, pero decidí que lo mejor sería venderlos. Entré a Mercado Libre, les saqué un par de fotos, y los publiqué. Mil mangos por todos (son 9 en total). Repito, de esto ya hace unos años y mil mangos de entonces serían 3000 de hoy.
No habrían pasado 2 horas, cuando la compra se efectivizó. Arreglamos con el comprador para que los pasara a retirar por mi laburo al día siguiente. Y si bien estaba algo aliviado porque la guita la necesitaba en serio, no podía dejar de sentir una tristeza muy difícil de explicar a quien no entiende de estas cosas.
Pero bueno, agarré uno por uno, los metí en una gran bolsa, y al día siguiente salí para el laburo con ellos. Obviamente, cuando les conté a todos lo que estaba por hacer, no podían creer el precio que había arreglado.
“¿Mil mangos por unos muñequitos?”, “¡Manga de nerds!” y demás incredulidades. Como siempre y para evitar conflictos, me reí y dije “y bue… es lo que hay”. Abrí la mochila y saqué la bolsa.
Fui parándolos uno a uno en mi escritorio de trabajo, y cuando esperaba más risotadas y burlas, me sorprendí al notar que nadie decía una palabra. Todos se quedaron mirando como si tuvieran ante ellos algo en verdad importante, bello, no merecedor de bardo alguno.
Se fueron acercando y agarrando los muñecos, uno a uno, y a decir lo buenos que estaban. Y de pronto, de nuevo lo increíble: eran mis compañeros de laburo los que intentaban convencerme de que venderlos era una locura, que los muñecos eran demasiado maravillosos para desprenderme de ellos.
Quizá fue esa bizarrez de ver a aquellos que me gastaron y gastarán hasta mi muerte por ser fan de los comics tratando de convencerme de que era una locura vender algo así. Quizás fue ver cómo aquellos amigos de plástico y pintura primaria iban y venían de mano en mano ante ojos sorprendidos y maravillados. Quizás fue un exceso de nostalgia imparable que por fin me hizo decir por dentro: No.
Fue en ese instante en que decidí que no los dejaría ir. Necesitaba la guita, sí, pero venderlos era renunciar a volver a tenerlos. Hay cosas que sabés que si te desprendés de ellas, no las conseguís nunca más. Por tiempo, por guita, por mil razones. Así que entré a mi mail, mandé un mensaje al comprador y le pedí disculpas de todo corazón, pero la venta no se hacía.
A los 10 segundos llegó la respuesta, enojada, violenta, diciéndome que teníamos un compromiso de compra. Lo que era cierto, yo estaba actuando mal, pero asumía toda la culpa. Calificame negativo, poné lo que quieras, pero los muñecos no se venden.
Y un peso enorme se esfumó de mis hombros.
Y todo aquel día, en un rincón del escritorio mientras laburaba, allí estaban aquellas maravillas tridimensionales que traían a este plano la representación tan hermosa y delicada de los héroes más grandes del mundo. Cada uno que pasaba por ahí y que no los había visto antes, se acercaba y con mirada infantil se ponía a contemplarlos anónito. Mi jefa, el dueño de la empresa, todos como chicos mirando algo que tocaba vaya uno a saber qué cosa inefable del alma.
Hoy, siguen en casa, en los estantes encorvados de los comics. Aunque a veces siento que, cuando me miran, no olvidan lo cerca que estuvieron de desaparecer de mi vida. Y su mirada está entre el reproche y la tristeza.
A modo de epílogo, diré una cosa más. Cuando la calificación del comprador llegó, la cual esperaba violenta y llena de insultos, vi que solamente había puesto “neutral”. Quizás entendió finalmente que no lo hacía por arrepentimiento vil, sino que en el medio había sentimiento verdadero.
¿Sentimiento por unos muñecos? Y sí… lo confieso.
¿Acaso está mal?
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