Mi puerta de entrada fue “Batman”, de Tim Burton. Corría el año 1989 y yo rondaba los 11 añitos. Solía leer con avidez la Patoruzú, que quincenalmente aparecía en el porch de mi casa dejada ahí por el diariero, y pocas cosas me generaban tanto placer como verla y tomarla y poder recorrer sus páginas. Pero de pronto todo el mundo empezó con la misma canción: Batman, Batman, Batman…
Para el que no lo vivió, es difícil explicarlo y hacerle entender el verdadero fenómeno que se generó con ese film. Salías a la calle, y dos de tres personas tenían la remera con el símbolo del encapotado; ponías la radio, y se escuchaba a un Prince inspiradísimo con su “Bat-dance”; ponías la tele y veías comerciales de mochilas, lápices, gaseosas, juguetes… lo que fuera con el logo de Batman.
Así que no me quedó otra y caí en la ansiedad de ver de qué carajo se trataba esto. O sea, obviamente conocía al personaje y me había cebado con la serie de Adam West en repeticiones escolares, pero ver el afiche de este Batman vestido de negro, amenazante y esquivo me atraía. En el diario salían notas acerca de la “batmanía” que se estaba generando (recortes que aún tengo, en papel viejo y amarillento de hace más de 25 años), y el cebamiento era en verdad infinito.
Pero el día llegó en que le pedí a mi viejo que me llevara. Tenía miedo que no me dejaran entrar, ya que en algún lado decía que la película era para mayores de 12 o 13 años (no recuerdo con exactitud). Pero el lado bueno de ser gordito y grandote (o como decía mi vieja… “morrudo”) primó y me jugué. Llegué ansioso al cine y me sorprendí al ver que nadie se fijaba quién carajo entraba y que hasta una pareja con un bebé cruzó sus puertas (la argentinidad al palo).
Luz, cámara… ¡acción! Todo quedó a oscuras y las primeras imágenes se dejaron ver. La textura te cacheteaba la cara y el score de Elfman te elevaba hacia éxtasis de emociones nunca antes sentidas. Batman era este tipo que combatía el crimen bajo una armadura imposiblemente cool; tenía un auto que hasta tenía cara de malo y que era un sueño hecho ruedas; inmensa y obscenamente rico con la capacidad de hacer lo que quisiese; con Vicky Vale perdidamente enamorada de él. Un héroe que se enfrentaba a todo y todos; que sabía artes marciales; que no gritaba al caer hacia la muerte del techo de una catedral.
Todo era casi como un sueño, algo nunca visto en la pantalla. Rompiendo todo y entrando por la claraboya, salvando a la chica y escapando en aquella secuencia que al día de hoy me pone la piel de gallina. Estaba fascinado, quería más, más y más y no sabía cómo hacerlo. Conseguí los naipes oficiales (que aún tengo), llaveros, posters (uno de casi cuerpo entero adornó la puerta de mi habitación por años), remeras… todo lo que tuviera un murciélago adelante, le echama mano.
Pero necesitaba más… Dios mío ¿qué hacer?
Y de pronto, me enteré que esta maravilla provenía del mundo de la historieta. Y aunque era 1990 más o menos y no era fácil conseguir este tipo de cosas, habré pasado (creo, calculo) por un kiosco de diarios y visto la colección de Perfil. Y la compré, y me fascinó, y quise más. Y me enteré que había otras colecciones, y las compré, y me fascinaron, y quise más.
Y ya se imaginan hacia dónde va este relato. Hoy, tantos años después, aquí estoy escribiendo en Comiqueando (sí, yo…), con la pasión por la historieta más afianzada que nunca, con la necesidad casi física de leer a toda hora, en todo lugar, de no desperdiciar momentos preciosos como el ir al baño sin una historia bajo el brazo. Con la pasión intacta e inquebrantable de saber que sí, que el medio llamado Historieta es despreciado, bastardeado y ninguneado por aquellos que en su puta vida agarraron siguiera un libro, pero que de lejos osan decir que la historieta “es pa´ pibes”. De saber que eternamente me van a ver como “un niño grande” o “un pelotudo importante” que lee esas cosas claramente para niño. De saber todo esto, digo, pero que a la vez aprendí (con los años, no lo voy a negar) a que no me afecte y que hasta sea, increíblemente, algo que potencia mi amor por los colores y globitos todavía más.
Usualmente me pregunto qué hubiera sido de mi si no hubiese visto esa película. Quizás hubiera entrado al medio por otro camino, quizás no. Pero sé que en mi vida fue importantísimo el haber ido a aquel cine que seguramente quedaba en la calle Lavalle, con mi viejo que fue medio de garrón para acompañarme a mi, y que salió de aquella sala tanto o más alucinado que yo.
Suelo putear cuando la popularidad del medio se viraliza a través del cine y nada más. Me quejo cuando veo gente que habla del Capitán América mechando a Chris Evans cada cuatro palabras, sin conocer un carajo más del personaje. Aborrezco esa especie de yuppies modernos que se ponen la remerita de Batman y no tienen fucking idea de quién es Frank Miller.
Pero entre todos ellos, entre toda esa masa de personas que entran a este mundo de color y maravillas a través de una pantalla llena de pochoclos y PeCsi, quizás haya algún niño que, como yo, se cebe y pida más, y más, y más.
Quizá alguna de estas pelis que se estrenan cada dos por tres sea la puerta para una nueva alma deseosa de maravilla, de color y de acción.
La mía, se la debo al gran Michael Keaton. Aquel sopeti que se la bancó y le puso rostro a una idea aún no tan instalada en el público masivo, y se cagó en todos los que pensaban que no daba ni en pedo para el rol.
Más de veinticinco años pasaron. Pero cada vez que la veo (con sus falencias, con sus fallas de guión, con sus miles de cosas que podrían haber estado mejor) vuelvo a ser aquel niño que, sentado junto a su padre y en silencio, derramó su primer lágrima de emoción genuina por algo que, desde ese momento, supo era para él, y nadie más.
Vaya contradicción.
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