La Mansión Wayne

El día: hermoso. Sol cálido, no demasiado; brisa con un aroma a pino, suave; un arroyo que cruza cristalino regalando destellos plateados.

El atisbo eterno

22/02/2014

| Por Bruno Magistris

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paintings landscapes nature trees forest houses artwork cabin thomas kinkade rivers 2990x1990 wal_www.wallmay.com_38El día: hermoso. Sol cálido, no demasiado; brisa con un aroma a pino, suave; un arroyo que cruza cristalino regalando destellos plateados. La cabaña se alarga en un piso de madera que, recorriéndolo hasta el final, termina en un semi muelle tan privado como silencioso. Pero no voy hacia allí, me quedo en la cómoda silla desde la cual contemplo todo en silencio. Estoy sólo, lo sé. Nadie dentro, nadie fuera en las cercanías. Mi fiel perro (¿cual es su nombre?) duerme a mis pies, devolviendo al sol un tinte cobrizo desde su pelaje. Sentado, dividiendo mi atención entre el sonido de la naturaleza y mi propia respiración, levanto el vaso y tomo un sorbo. Naranja fresca, bien fría. Junto a la silla hay una pequeña mesa de madera rústica, sobre la que descansan varias novelas gráficas.

Tomo una, la primera que encuentro, y empiezo a leer. El placer que me da no se debe sólo a su perfección, sino a la situación en la que me encuentro. La disfruto, la siento mía. Sin querer, levanto un poco la vista, y a lo lejos veo a un hombre de larga barba gris que me contempla. Intrigado, intento adivinar quién es, y sorprendido veo que me llama. Me hace señas de que vaya con él.

No sé por qué, ni a qué se debe, pero de pronto tengo la enorme necesidad de obedecerle. Dejo el cómic, me levanto y voy tras él. Pienso en San Pedro… no, no es él.

-¿Cómo le va, mi amigo, le va gustando?

Me recuerda a alguien, alguien a quien conozco. Un artista, sí, es un artista.

Alan-Moore-By-Diego-Maia-¿Usted es…?

-Sí, pero por favor, no empiece a pedirme autógrafos ni nada parecido.

-¡Usted es Alan Moore!

El hombre, quien efectivamente era el nombrado, se encogió de hombros, como resignándose a una situación que parecía incomodarle sobremanera.

De repente empecé a pensar en mi situación. A fin de cuentas, ¿dónde estaba? ¿Qué era este lugar? ¿Dónde estaba mi familia? Y lo más extraño de todo, ¿qué era esta conversación con un autor inglés al que no había visto en mi vida?

-Antes que empiece a inquietarse, dejemé tranquilizarlo, mi amigo. Creo que lo mejor es ir al grano: usted está muerto.

Aquí debería seguir seguramente una perorata de incredulidades, preguntas desencajadas, negaciones, y demás clichés que ya hemos visto en todos lados. Que no puede ser, que debe ser un error, que usted está loco. Pero no. Por alguna razón, con el sólo hecho de escuchar esas palabras, me convencí. Sí, ahora recordaba: la velocidad, el auto descontrolado, el golpe.

Así que esto era la otra vida. ¿No? ¿Es esto?

-Debe serlo, ya que está aquí. No quiero aburrirlo con detalles, usted sabe que nunca fui de dar vueltas sobre un asunto. Lo mío es solamente transitorio: vengo, le muestro lo que le tengo que mostrar, y me voy.

-Pero entonces, ¿usted está muerto también?

-¿Cómo quiere que lo sepa?

La respuesta me desconcertó. Antes que pudiera decirle otra cosa, lo estaba siguiendo. Me llevó a una casa contigua, que más parecía un depósito que otra cosa. Entramos y me quedé pasmado: no había muebles, ni cortinas, ni nada. Estanterías, estanterías llenas de pared a pared de lo que parecían ser comics, comics a morir.

-Es suyo, amigo. Todo lo que quiera leer, todo lo que se ha escrito alguna vez. En todos los idiomas, todo. Ya no va a poder quejarse de que no tiene tiempo de leer todo lo que le gustaría, ¿no?

No supe qué responder. Me quedé callado. Miraba el lugar como hechizado. Tomé un libro: “Big Numbers”.

BN00-628x629– ¿Y esto? -dije.

-Sí, bueno… también encontrará obras que nunca pasaron del estado embrionario. No sólo están aquí las obras escritas, sino las que se podrían haber escrito en otras… circunstancias.

De pronto quise salir, me sentía como asqueado. Bruscamente atravesé la puerta y me encontré fuera. El hombre me siguió, sorprendido.

-¿Qué le pasa hombre? ¿No me va a decir que esto no le gusta?

-Acá hay trampa, hay algo raro en todo esto. Falta algo, no puede ser tan simple.

-¿Trampa? ¿De qué está hablando?

-Mire, ambos sabemos que me encanta la historieta. Pero esto es demasiado. ¿Y mi familia? ¿Y mi mujer?

-Su familia no ha muerto aún.

-Mi viejo, mi viejo se murió hace unos años. ¿Cómo que no se murió nadie?

-Quiero decir familia contemporanea al momento en el que usted cruzó el umbral. Y hablando de su padre… todavía no había terminado de mostrarle todo…

De repente lo vi. A unos cincuenta metros venía mi viejo. Sonriente, caminando con esa seguridad que tuvo siempre. Levantó su mano saludándome. Corrí hacia él y nos abrazamos llorando.

-¿Qué hacés, pa? -me dijo. ¿Viste que nos íbamos a volver a ver, te lo dije o no te lo dije?

No podía hablar, lo abracé por mucho tiempo, y lloré.

Cuando al fin la emoción bajó, Alan Moore se había ido.

El tiempo fue pasando, mi viejo vivía en la casa de al lado y todos los días charlábamos y hacíamos cosas juntos. Leí mucho, cosas que nunca creí que iba a tener en mis manos; y hasta lo cebé a él con historietas de guerra, su género preferido. Pasaron años, décadas. Me sentía en el Cielo… ¡estaba en el Cielo!

Una tarde, desde lejos, vi venir a mi madre. Otra, a mi mujer. Luego, mis hermanos. Todos fueron llegando inevitablemente y la familia se fue juntando otra vez.

Cada uno en una casa contigua a la nuestra. No sentíamos hambre, ni sed. Solamente un inmenso amor y una paz más allá de toda descripción.

Eramos felices, tan simple como eso. No había preocupaciones, ni temores, ni nada parecido. Los días eran azules, cálidos, silenciosos. Por las noches dormíamos y soñábamos con cosas que me cuesta explicar; eran como sueños dentro de sueños mucho más vívidos de los que tenía en vida.

Sentíamos que éramos especiales; que el alma se elevaba hasta un inifinito que, siempre, estaba dentro nuestro. No envejecíamos, no nos lastimábamos. La vida era la GLORIA.

Reí como un chico, lloré como un adulto, y leí, leí una cantidad inimaginable de historieta.

El tiempo pasó…

url-1-240x300Una tarde sentí un dolor en el pecho. Fue rarísimo, no sé qué sentía más: si el dolor o la sorpresa por sentirlo. Se acrecentó, era cada vez más fuerte: como si un anzuelo enganchado en las costillas me tirara hacia afuera. Se hizo insoportable, y ni mi mujer ni mi familia podían lograr que dejara de gritar. De pronto, un destello enceguecedor me nubló la vista, y finalmente lo supe. Miré a mi familia, a mi casa, y a lo que era mi vida con un último gesto de amor, y…

-¡Doctor, está volviendo en sí! ¡Doctor!

-¡Estabilicen el pulso, vamos gente, vamos que lo tenemos!

Todos reían. El cuerpo ensangrentado en la camilla abrió los ojos.

El doctor salió. La familia lloró de emoción al saber que no iba a morir, que estaba crítico pero estable.

Dos horas, dos larguísimas horas de una angustia interminable, de una incertidumbre cruel. “Por fin, por fin salió”-pensaron.

“-¿Habrá sido tan horrible para él como para nosotros?”

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