Dios mío… me quedé ciego. Ciego…
Pasó todo tan rápido… el kiosco nocturno, el chorro endemoniado, el arma apuntado a mi cara y el fogonazo que cambió mi segura muerte por esta oscuridad.
Desperté en el hospital y los vendajes se humedecían con mis lágrimas mientras me daban la noticia. Es raro esto: no ver nada porque estás vendado, y cuando tus ojos quedan libres, abiertos de par en par… la luz sigue sin entrar.
“Tuviste suerte” me decían. Que el arma reaccionara como lo hizo fue un acto divino, que podría haber sido peor, que seguro no estaríamos teniendo esta conversación y bla, bla bla… Qué carajo saben. Todos dicen eso tratando de convencerme cuando ni ellos pueden hacerlo. Estoy vivo, sí, pero ¿a qué costo?
Vuelvo a casa del brazo de mi mujer, mi Natalia que es una roca y que se desvive por atenderme. No puedo evitar demostrar un mal humor hiriente, casi irrespetuoso, aunque lo intento. Chocarse con todo, tener miedo de cómo llegar al baño sin tropezarme me llevan a un estado de frustración que me cierra, me ennegrece.
Ya nunca ver sus ojos… ya nunca mirar un partido, un amanecer en la playa, una película en el cine, un libro… un comic.
No lo había pensado hasta ese momento: se acabó. La pasión que despertaba en mí colores tan fuertes como profundos se había ido como el humo que sobrevoló mi cabeza aquella noche. Ya no más hardcovers, sagas, historias.
Ya nunca volvería a emocionarme con esas puestas en página que te destrozan la cabeza, que te hace sentir mágico y que levanta tus pies diez centímetros del suelo en un éxtasis tan secreto como personal.
Y lo peor de todo es… ¿a quién comunicarle esta profunda pena como lo que realmente es para mí? Todos creen que es el mal menor, que igualmente los cómics son objetos sin valor y que otras cosas son más importantes para llorar. Pero no para mí.
Cuando la noche llega y se posa sobre todos los demás (sobre mí está siempre… siempre) me levanto y apelo a mi memoria espacial para salir del cuarto. Mientras camino ruego a Dios no tropezarme con nada que despierte a Natalia, porque enseguida se levantaría y estaría a mi lado ofreciéndome su ayuda… No, esto es algo mío.
Salgo sin mucha complicación, y atravieso el pasillo que me separa del cuarto donde solía pasar tanto tiempo tratando de decidir qué libro tomar, qué historia era la adecuada para ese momento.
Tan sólo entrando me emociono, porque el aroma que allí existe es inigualable. Llego hasta los estantes y estiro la mano, tocando uno a uno aquellos libros que habían caído en un pozo y que ya no podría disfrutar. Sus texturas, su rugosidad o suavidad, todos está allí. Recuerdo qué lugar ocupa cada uno y tomo uno pesado, enorme: estoy seguro que son los X-Men de Whedon y Cassaday, Omnibus, hardcover.
Uno de los libros que más disfruté siempre de leer. Y lo tengo allí, frente a mis ojos. Siento su peso que es casi una metáfora de el valor de lo que allí se cuenta; paso mis dedos una y otra vez por la sobre cubierta e intento recordar el dibujo de la portada. Sé que están Colossus, y Cyclops, y Logan, y varios más. Pero de a poco el recuerdo se vuelve más una intuición que una certeza, y me empieza a costar imaginarlo. Lo tengo ahí, frente a mis ojos… y no puedo verlo.
Dios mío, qué tortura. ¿Qué hacer? ¿Cómo me recupero de esto sumado a todo lo otro?
Intento volver a poner el libro en su lugar, pero los estantes están tan repletos y atiborrados que me cuesta hacer coincidir los bordes de las tapas con su exacta posición anterior. Me cuesta, tengo miedo de doblarle alguna hoja, así que lo saco e intento nuevamente. Una, dos, tres veces hasta que la frustración se vuelve ira y ahora sí veo algo que es rojo y arrojo el libro al piso y quiero llorar… y lo hago, y de pronto me asusto al sentir una mano en el hombro. Pero es Natalia, que ya está a mi lado y me abraza, y llora junto a mí.
De eso ya hace un año. Borges decía que no había nada mejor para el amor que quedarse ciego, porque quien está a nuestro lado se vuelve un protector incansable, que velará por nosotros todavía más de lo que supo hacerlo antes. Quizás sea cierto.
Estamos más unidos que nunca. Mi trabajo anterior tuve que dejarlo y ahora hago lo que puedo desde casa. Ella trabaja y cuando cae la tarde vuelve siempre con facturas o algo rico para merendar. Paco, mi perro piel, se encarga de traerme una y otra vez la pelota para su eterno juego.
Las tardes son cálidas. Desempolvamos la vieja silla mecedora y es un gran placer sacarla al patio cuando esa hora del silencio se adueña del barrio, y sólo se escucha el sonido de los pájaros y algún tañido herrumbrado de la vieja campana del colegio primario, donde asistí.
No sé por qué (o quizás sí) pero siempre tengo en mi regazo alguna historieta, como si en cualquier momento mi visión estuviese por volver y no quisiera que me tomase desprevenido.
Ja.
Así que cierro los ojos, me dejo bañar por el sol, escucho el suave ronquido de Paco a mi lado y abro el libro. Hundo mi nariz en él y aspiro suave, profundamente…
Ojalá pudieras ver lo que siento cuando lo hago.
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