Cuando me enteré que venía, Él, aquel que había dado forma a mis sueños comiqueros desde que tenia uso de razón; aquel, el que habitaba un panteón al que tan solo unos pocos más habían logrado escalar también; aquel, que había dejado la vida y que, a base de talento y empuje, se había consagrado como uno de los verdaderos GRANDES de la industria; aquel, que con trazo firme y poderoso era el artífice de historias trascendentes, que me habían formado y hasta moldeado en muchos aspectos. Esa persona, a quien yo consideraba un gigante, había anunciado por fin que (alineación perfecta de planetas mediante) vendría al país en tan sólo unos meses.
La noticia me encontró en el medio de un impasse comiquero. Estaba en una de esas fases en que el llamado a la lectura provenía más de la literatura (biblioteca 1) que de la historieta (biblioteca 2). Tengo un problema grande al respecto: cuando leo una u otra rama del arte, me quedo en ella por un tiempo indeterminado. Es decir, no puedo leer simultáneamente Batman y Marechal. O uno u otro.
Y en eso estaba, cuando me enteré de la noticia: Él venía. Al principio, lo tomé como una noticia más. Pero pronto se fue formando en mi interior aquella imagen que define a este autor tan grande: aquel mero dibujo que es una significación de lo que fue, es y será mi vida comiquera. Y el amor por los colores y por la aventura retornó a mi indomable, lleno de un orgullo rayano en el fanatismo más ciego. Y llegué a esta conclusión: si no voy a verlo ahora, que ÉL viene aquí, ese encuentro (fugaz, insignificante para EL, inolvidable para mi) sería casi imposible. No sólo por la casi imposibilidad de que en algún momento de mi vida logre cruzar el enorme espacio que nos separa (EL al norte, yo en la Cruz del Sur), sino también por la posibilidad prácticamente inexistente de que me atienda si le voy a tocar el timbre.
Así que me decidí: busqué consenso con mi mujer, y me lo dio. Evalué tarifas, gastos y demás, y llegué a un número razonable. Nos subimos al auto, enfilamos pal norte (del país, obvio) y fuimos a un encuentro que en mi corazón iba cobrando forma de mítico. La idea era solamente llegar el día en que se presentara al furor de los fans, lograr el contacto físico (apretón de manos, mirada mutua, quizás algunas palabras) y volver con el alma henchida de la tarea cumplida.
Obviaré los detalles menos importantes de esta crónica. Tan sólo diré que llegamos y que nos dispusimos, sentados en nuestras butacas, a escuchar a aquel que había revolucionado no sólo un arte que seguramente le debía mucho, sino también tantos corazoncitos que lo habían descubierto casi por casualidad, y que habían hecho de su obra (en su momento y con los matices obvios) casi una religión.
Esperaba ver a un gladiador romano, un Aquiles de perfil griego fuerte y adusto, que entrara con paso firme e hiciera temblar los cielos con cada palabra que surgiera de su potente pecho, y que demostrara con cada gesto, con cada decir, por qué era uno de los más grandes. Mi corazón latía desbocado, buscando entre telones y rincones oscuros a Aquel que había venido solamente a hacer de mi vida una experiencia más rica.
Y de pronto apareció… y sentí como si un puñal hubiese desgarrado una parte de mi alma que ni siquiera sabía que tenía. Frente a mi, a nosotros, estaba un hombrecito consumido, frágil, de cabellos y barbas blancas. Sin poder afirmarlo con conocimiento alguno, supe en cuanto lo vi que ese pequeño anciano estaba enfermo, y que sus días no eran muchos los que tenía por delante.
Me invadió una enorme tristeza. Me sentí hasta engañado en algún sentido… ¿Aquel anciano era el hacedor de tanta gloria pasada, de tanta historia épica que me había hecho llorar de emoción? ¿Dónde estaba aquel Leónidas del dibujo y aquel guerrero de las historias más devastadoras que había conocido? No allí, seguramente.
Pero hice de tripas corazón, intenté no derramar un lagrimón de tristeza mientras lo escuchaba hablar, y cuando llegó el momento, me encaminé hacia él. No quería irme de allí sintiendo eso, esa congoja con olor a muerte que me llenaba el corazón. Así que hice la fila, esperé mi turno y, luego de un tiempo considerable, llegué justo frente a él. Levantó sus ojos y me miró desafiante, aquel destello de poder aún se reflejaba en cierto rincón de sus pupilas amarillentas, y, tímido, vacilante, le alargué aquel libro que tengo desde los quince años y que es casi la biblia comiquera en mi vida.
Me dijo algunas palabras a las cuales sonreí y pedí lo dedicara a mi nombre. Así lo hizo, y mientras miraba su mano escribir aquella primera página, sentía más que nunca que el tiempo puede ser muy hijo de puta.
Terminó la firma, me devolvió el libro, y volvió a mirarme. Quizás vio algo en mi mirada que captó con una chispa de su insuperable genio, algo que en tan solo una fracción de segundo comunicó mi terrible pesar hacia su escurridiza vida, y entendió. Entendió mi tristeza, mi desilusión, mi sorpresa.
Y de pronto vi que extendía su mano hacia mi, y casi con un gesto involuntario extendí también la mía para estrechársela… y cuando lo hizo, sentí una fuerza que no era de este mundo. Sentí, entendí, que aquella mano que en ese momento apretaba la mía era la misma que había dibujado tanta gloria, tanta historia épica, tanta maravilla escondida, tanta producción artística sublime que había hecho para mí y tan solo para mí, tanto a través de esa mano como de su corazón, de su creatividad y de su profundo amor por un arte que lo alababa en los pequeños confines de su extensión despreciada.
El apretón duró unos segundos, pero en lo que duró sentí, repito, que ya no era ese anciano decrépito el que me daba muestras de afecto y comprensión ante lo inevitable, sino aquel Hércules del Arte que había dejado su huella tanto en él, como en mi propia vida.
Le sonreí casi llorando, agradecí en torpes palabras, y salí de allí con el corazón confuso.
El viaje de vuelta fue prácticamente en silencio. En aquella excursión, algo se había roto en mil pedazos, algo inefable, indefinible, pero sublime a la vez. Pero también, me había llevado algo: somos mortales, somos polvo. Somos un soplo de barro que cobra vida por un instante, y en ese instante, podemos ser mediocres, geniales, dioses del olimpo o mendigos de talento.
Y aquel ancianito frágil y moribundo, que apretó mi mano con el poder de un Dios en retirada, fue es y será aquel que supo plasmar en un papel algo que me hizo llorar de emoción, y que lo sigue haciendo.
Hércules de ojos comprensivos…
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