El padre Mazzucchelli no solía hacer visitas a domicilio, ya que su apretada agenda lo exigía a toda hora en ocasiones de demasiada envergadura como para ocuparse de nimiedades. Pero esto mismo era algo que lo atormentaba. Pensaba: “si no ayudo yo a aquellas almas perdidas en el barro de la ignominia… ¿quién lo hará?”. Y se esforzaba, y perdía horas de sueño para dedidar su arte curativo a aquellos que lo convocaban, cuando y como podía.
Este caso le interesaba. Le había llegado una carta a su alejada cabaña en la montaña y había sentido simpatía instantánea por la familia que requería de sus servicios. Hizo un hueco en sus quehaceres, tomó su morral desgastado poniendo en él algunas comidas frugales, y partió.
Cuando llegó a su cita, no notó nada raro en la casa a la que ingresaba.
El señor Noya le estrechó la mano, y dijo.
- Padre Mazzucchelli… gracias, gracias por venir. Sé lo difícil que es para usted ocuparse de estos casos, pero sinceramente ya no sabemos qué hacer…
- Faltaba más, hijo -contestó afable el cura. Aquí estoy, y haré lo que pueda por ayudarlos. ¿Dónde está el joven?
El dueño de casa dijo “Gregorio”, como llamando a alguien, e instantaneamente apareció un joven de unos diecisiete años. Tenía un aspecto derrotado: los ojos caídos, la pose curvada, el pelo desarreglado: un adolescente promedio, bah.
El cura lo contempló por unos segundos, algo extrañado, y de pronto dijo, malhumorado:
- ¿El es Gregorio?… creí que su caso era grave, ¿por qué me llamaron?
Se notaba cierto desagrado en su voz, como reprochando el haber sido convocado por tan poca cosa.
Pero el padre del muchacho le dijo que esperara, que la demostración sería inminente.
-Gregorio -dijo- traelo.
El joven salió un momento del living, y volvió con una mochila. La depositó en el piso, se agachó y comenzó a abrir el cierre. Pero no se animaba a extraer lo que allí había, y se detuvo en seco. Miró a su padre como suplicando por última vez, casi sabiendo cuál sería el resultado, y esperó un milagro. Pero éste no llegaría, y la mirada de su padre fue inequivoca. Gregorio se resignó, bajó la cabeza y extrajo una revista enrollada. Se paró, miró a todos con tristeza, y la desenrrolló.
De pronto, y casi mágicamente, sus rasgos cambiaron. Su quijada se contrajo, sus dientes frontales crecieron en tamaño considerablemente. Su rostro se pobló de un acné feroz y sobre sus ojos había ahora un par de anteojos, cuyos vidrios mostraban una pupila pequeñísima.
- ¿Están contentos ahora? – dijo, en una voz de pito que sorprendió todavía más a los allí presentes.
- ¡Por las barbas del bardo! -dijo el cura. Es tal cual me habían dicho… Dios mío, esto es atroz.
– ¿Vio? – dijo el padre del chico. No lo hubiéramos llamado si no fuese un caso tan extraño, padre. Digamé… digamé que hay una forma de curar a mi hijo…
La voz se le entrecortó, y tuvo que ahogar un sollozo. La mano del cura se posó sobre su hombro, y obtuvo cierto consuelo del hombre cuya fama traía algo de esperanza a su dolorido corazón.
Luego volvió a mirar a su hijo, y le dijo que ya estaba bien, que podía dejar la revista. El chico volvió a meterla en la mochila, y de pronto sus rasgos volvieron a ser como antes.
-Sí, es un caso bastante común, aunque no lo parezca… -dijo el cura. Joven, aléjate de la mochila.
El joven se alejó unos pasos, y el cura avanzó con la vista clavada en aquella amenaza silenciosa. Se arrodilló ante ella, y extrajo no una, sino varias revistas.
Todas eran historietas. Pero no encontró lo que esperaba: había allí herejías imperdonables, tierras paralelas absurdas, eventos insulsos… sí, todo eso, pero también otra cosa. Había cosas muy buenas a la vez. Se decidió por dos. Sacó una revista llamada “The Brotherhood of the Bat”, comic deleznable, y también “Criminal”, maravilla incontestable.
Todos lo miraban en silencio, sabiendo en su interior que lo que estaban viendo era algo grande.
El cura volvió a pararse, con las revistas en la mano.
-Gregorio, acércate -dijo.
El joven fue hacia su él, y se quedó esperando a su lado. El cura creía saber lo que pasaría: tendió hacia él la revista de Batman, y al momento en que el joven la tocó, sus rasgos volvieron a ser los de un nerd espantoso.
Su padre, a unos pasos, comenzó a llorar, quizá pensando que ni siquiera el Padre Mazzucchelli podría con esto.
Pero el cura lo calmó con la mirada, y volvió a pedirle la revista al joven.
Cuando éste la soltó, su cuerpo volvió a ser el de siempre.
- Sí, hasta el momento es lo que pensé -dijo el cura. Pero… me pregunto…
Guardó la abyecta revista en la mochila y extendió la otra hacia el joven. Esperaba que nada sucediese, pero se sorprendió. Al tomarla, su joven cuerpo nuevamente se transformó en ese ser detestable.
- ¡Basta -dijo el joven, con voz humillada por el helio, ¡no lo soporto más!
Arrojó la revista al suelo y fue a los brazos de sus padres, quienes intentaron consolar su pena aunque todos lloraban a la vez.
El cura se llevó la mano al mentón, como intentando resolver algo que lo había sorprendido sobremanera. Había tenido casos similares en donde una revista execrable había producido tal efecto, pero nunca una de tanta calidad como la del querido Brubaker. Miró a su alrededor, y caviló unos momentos.
De pronto, creyó tener un destello de luz.
(Muy pronto, la segunda parte)
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