La Mansión Wayne

Mi forma de ser me llevó a identificarme desde chico con aquel héroe que impartía justiciaescondido tras una máscara.

La vida es una ironía feroz

10/10/2017

| Por Bruno Magistris

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1Tengo cuarenta y nueve años y crecí siendo fan de Batman. Mi propia forma de ser (aislado, hermético, tímido) desde chico me llevó a identificarme con aquel héroe que, escondido tras una máscara, impartía justicia y buen juicio por doquier. En mi “¿qué elegís: Batman o Superman?” (porque mi generación todavía se hacía estas preguntas cruciales) siempre elegía al primero. Cuando llegaron los universos Timmeros, esa sensación de no pertenecer al mundo social se acentuó todavía más: seguía atrayéndome esa vida recluída en una mansión olvidada en el corazón de la montaña y alejada de todos (y de todas). Veía Batman Beyond y pensaba que terminaría igual que el viejo Wayne… solo, terco, orgulloso.

Nunca fui un hombre muy valiente. Supe y sé defenderme en los momentos que importan, ya lo creo, pero siempre me decepcioné al notar que no tenía ese impulso innato hacia el peligro cuando las circunstancias lo demandaran. Ante la contemplación de un robo callejero, o de una pelea entre dos tipos que discutían en el tren, preferí siempre una distancia prudente. El instinto de autoconservación predominaba en todas las chances que se me presentaban, para luego ser reemplazado por una sensación incómoda, como si me reprochara no ser como aquellos personajes que idolatraba en mis preferencias artísticas.

3Tanto fui pensando en esto, que llegué a una conclusión: necesitaba hacer algo al respecto. No podía sentirme siempre como el cobarde del grupo, cuando sabía que si me encontraba dentro de esas situaciones, era quizás para marcar una diferencia. Así que, con el tiempo (esto es un proceso que lleva años asimilar) me decidí y empecé una dieta estricta. Me anoté en clases de Tae Kwon Do cerca de mi casa (sí, yo, el gordito…) y de defensa personal. Todas las noches iba al gimnasio dos horas seguidas, aunque sin dejar de ser “el que no habla con nadie”. Pasaron algunos años y mi cuerpo cambió considerablemente. Tuve que renovar todo mi guardarropas y adopté un estilo más acorde a un tipo en forma que al que lucí toda mi vida.

Y de pronto me encontré a la espera de ese momento en el que todo el esfuerzo sería puesto a prueba. Me preguntaba: ¿será el valor el ingrediente intrínseco que acompañará todo esto? Solo el tiempo lo diría.

2Me venía a la mente aquella frase del Dark Knight en la que el viejo Bruce buscaba una muerte digna, honorable, pero nunca la conseguía. O mejor dicho, nunca estaba del todo satisfecho con las opciones que aparecían frente a él. Y quizás era eso lo que esperaba: un momento en el que dar todo por ayudar a alguien, por ganar el reconocimiento de haber hecho una buena acción a riesgo incluso de mi propia vida. Así que no faltaron las clásicas discusiones en el tren que, intentando no sudar demasiado, logré calmar haciendo gala de mis flamantes músculos. O las peleas de tipos que chocaban con el auto, que me encontraba mientras salía a caminar en el horario de almuerzo del laburo, en un centro tan caótico como frenético. Me sentía mejor, sí, pero no era lo que buscaba.

Tenía ya sesenta años. Mi carácter huraño sólo me permitía amor por mis perros y un cierto gozo melancólico al ver que nadie se interesaba por mi ni que sabía de mi existencia. Los pocos amigos que tuve, los perdí. La familia que me quedaba, se alejó (a lo que no me opuse) y si bien no vivía en una mansión en las montañas y no tenía un fangote de guita descomunal, entre el viejo Bruce y yo había seguramente muchas similitudes.

Pero cierta tarde sucedió algo interesante. Bajé del tren en Chilavert y agarré, como siempre, por Independencia. Me gustaba ir por ahí porque, justamente, es una calle algo desierta y tranquila. A cincuenta metros de mí, caminaba una joven. En el rabillo del ojo algo me llamó la atención, una luz, un movimiento, algo… y de pronto noté cómo una moto se le acercó, un maleante bajó y empezaron a forcejear con su cartera.

Sentí una explosión en mi cuerpo (una voz que gritaba “¡Ahora! ¡Ahora!) y, sin pensarlo, solté el morral y me vi, sorprendido, corriendo hacia ella. La distancia no era mucha y la llegué en segundos, saltando hacia el hombre que, sorprendido, no hizo a tiempo a esquivarme. Caí sobre él y lo golpeé, una y otra vez, y me di cuenta que mi cara sonreía. Pero súbitamente un dolor increíble y agudo se apoderó de mi, y un segundo después escuché, o creí escuchar, la detonación. Cayendo de espaldas pude ver cómo se iban a toda velocidad, y una mujer llorando se inclinaba ante mi y pedía ayuda a gritos. El tiempo se borroneó y recuerdo que aparecieron muchos rostros que me miraban, luces fuertes, y que me elevaba.

Hoy escribo esto para no olvidarlo. Fue hace más de veinte años y mi memoria ya no es lo que era. Tras todo el entrenamiento, la vida sana y demás, el cáncer se cagó de risa y me atrapó igual. Pero no me importa.

4Hice lo que creí, soy lo que está pasando (dijo el poeta) y dejo este mundo con la frente bien alta. No hice mucho, pero tuve un momento, tan sólo uno, de gloria. Es más de lo que muchos tienen.

Natalia (ese era su nombre) terminó siendo algo así como familia. No diré que fue la hija que nunca tuve, porque eso sería literatura y esta es una crónica real. Pero sí se generó entre nosotros una amistad que tenía también algo de admiración y agradecimiento eternos.

Solía pensar que sería una buena muerte aquella noche de heroísmo, disparos y reconocimiento. Pero hoy, viejo moribundo que se solaza ante la caricia de un amor agradecido, no sé si lo sigo pensando…

Viejo Bruce… ¿hubieras sentido igual?

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