Fer Calvi es un camaleón, un cambiaformas. Constantemente cambia de estilos, de temáticas, de formas de narrar. Adopta una forma de plasmar sus ideas en la página… y rápidamente se aburre. Muta, experimenta, se arriesga, y no deja de innovar y de volverse más y más un artista muy difícil de encasillar. De conversación ágil y profunda, de una sapiencia que no solo se aplica al mundo del arte sino a muchas ramas del pensamiento (recomiendo a este respecto escuchar el podcast de Comiqueando en el que participó, varios años atrás).
Yo lo descubrí de pibe, en la Comiqueando clásica, mientras su veta artística se decantaba en Bruno Helmet. Instantáneamente pensás, cuando ves eso por primera vez, “qué grosso este tipo”. Si fuese yanki, o si no estuviese marcado con la maldición argentina de la invisibilidad global que a todo artista sudamericano lamentablemente le toca, sería un autor de renombre mundial.
Durante muchos años le perdí el rastro, y hace poco tuve la enorme suerte de conseguir su maravilloso “¡México lindo!”, editado por Loco Rabia. ¿Y de qué va?
Para resumirlo lo más que se pueda, digamos que es una historia de cambios, un viaje iniciático hacia la transformación personal, una expedición hacia el adentro y el afuera del ser.
El protagonista, “Mister T” (sin relación con el amigo Mario) es un gringo despechado y desencantado de la vida, que decide perderse (¿encontrarse?) en lo que para él es el culo del mundo, pero que terminará por ser el caldo de cultivo de su final y ansiada transformación.
En suelo mexicano, conoce a “Sancho”, un enigmático paisano que le ofrecerá su amistad e intentará guiarlo hacia lo que cualquier persona, según él, debería intentar hacer antes de morir.
“¿Viene a morir o a nacer de nuevo?”, le pregunta. “¿Por qué me pregunta eso?”, responde Mister T. “Ah, porque tengo una respuesta ingeniosa para eso”, dice. “No importa cuál elija, de ninguna de las dos hay retorno, ¡ja!”. Y de sopetón, le hace una listita de lo imprescindible, lo imposible de esquivar, lo necesario para que la existencia no haya sido en vano: Tocar un perro (que muerde, desgarra, pero que entiende y ayuda); emborracharse (pero de verdad, hasta el tuétano); hablarle a una momia (no la de Karadagián, sino momias reales, de gente sufriente, de gente muerta, a las que les dirá “te pido perdón”, “te perdono”, “te extraño”, “te quiero”, “gracias, y un adiós… largo”; ir a un burdel (donde encontrará a la prostituta explotada, triste, y que terminará salvando); un viaje astral y psicodélico, en medio de una golpiza (también en la lista), que le hace decir de los puños de sus atacantes: “qué raro se mueven, tardan un siglo en llegar, y de pronto los siento amasando mi cara. Ah, me muevo raro yo también… qué hermoso puño incandescente. Podría quedarme a vivir en los colores de esa camisa. ¿Qué sentido tiene pelear, golpearlos, defenderme? Es mucho más importante contar los colores y los pliegues, entender la geometría de cada estrella, observar el movimiento de cada gota…”; y finalmente encontrarse con la “luz mala” (que termina siendo una especie de ET).
Si bien “Sancho” remite obviamente al escudero fiel (de un venido a menos Quijote cuyos molinos de viento son más bien internos y hasta subconscientes), pronto se decantará en otra figura mucho menos benigna y cuyos fines estarán no demasiado claros. Nuestro amigo protagonista irá poco a poco perdiendo su identidad, su piel; se volverá él mismo una momia (luego de la golpiza) con todo el cuerpo vendado y anteojos negros (onda Invisible Man, otra alusión a su sentir) y que dejará finalmente para emerger, crisálida rubia detrás, en un nuevo hombre, de rasgos morenos y achinados.
La alusión al héroe infantil (Batman y Robin, Tarzán, El Llanero Solitario) y a su aventura queda atrás como un juego de niños, y la sensación final es la de que siempre hay tiempo para dar un volantazo e intentar algo que nos salve en el último momento. Como los ladrones junto a Cristo en la cruz; como Tadeo Isidoro Cruz en el rescate de un valiente; como… Robin salvando a Batman de una trampa mortal. Tal vez ese juego dialéctico sea infinito, ya no lo sé.
Lo que sí queda clarísimo es el nivel poético que Calvi le imprime a la historia, de sucesos chiquitos, íntimos, pero importantísimos para la vida de un personaje que se juega la última ficha entre lo que hace y un 38 cargado.
Incluso el libro mismo, como objeto, alude al cambio y la transformación: impreso en papel reciclado.
Cambia, todo cambia (cantaba la Negra), y no hacerlo es imposible. A veces el cambio es abrupto, cruel, impiadoso. A veces, es tan lento que apenas lo notamos y ni siquiera tenemos consciencia de él. Da miedo pensar en cambiar, a veces. Conlleva una cuota enorme de incertidumbre, el “qué pasará si…”, el “qué será de mi si hago…”. Y lograr imponerse a las circunstancias, a uno mismo, a todo lo que podemos llamar “nuestro mundo”, habla principalmente de la valentía, del coraje, y del talento para poder alcanzar esa meta.
Calvi lo hizo desde siempre: en su estilo, en su poesía… y acá, le hace hacer a su personaje lo que a él tan bien le sale: trascender, cambiar, volverse otra cosa.
No es para nada fácil.
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