Miró su reloj: la mañana se había escapado rápida y traicioneramente. Quizás fueran ciertas esas teorías que hablan de un tiempo psicológico como el único tiempo real. Al fin y al cabo, todo el día anterior se había esfumado como la espuma en el mar, apenas pudiendo asistir a algunas charlas, conocer algunos autores y, más que nunca, comprar muchos comics. Intentaba darle al tiempo y a lo que estaba viviendo su justa dimensión, pero pensar de ese modo en aquel lugar le era casi imposible: sólo trataba de disfrutar lo más que pudiera antes del fin. Su mochila estaba ya un poco pesada, y su estómago bastante bien engañado con un mísero pancho y la correspondiente Coca-Cola. Recordó que tenía un programa en algún lado y, tranquilamente, comenzó a buscarlo. La gente se apiñaba cerca suyo a la búsqueda de aquel amigo que la acompañaría durante toda su vida, de aquella historia que seguramente cambiaría sus destinos de forma radical y, no olvidemos, a un módico precio. Encontró el programa, chequeó las actividades y notó, para su enorme alegría, que dentro de una hora proyectarían un indeterminado episodio de Batman TAS. Ya había asistido a otras proyecciones, y la sala le había parecido excelente: buenas butacas y gran calidad de imagen y sonido. Lo único que le molestaba era que, para poder entrar, debía perderse de muchas otras actividades ya que la cola que solía formarse era gigantesca y el cupo limitado, por lo que no todos podían disfrutarla. Así que decidió que su serie de animación preferida valía la pena y, armándose de paciencia, se encaminó a su destino. Para su sorpresa, ya había alguien que se le había adelantado: era el segundo en la cola. O vendría poca gente, o nadie le daba la debida importancia aún. En fin, se sentó en el piso, abrió su mochila y comenzó a leer su reluciente libro de Sandman hasta que, pensando nuevamente en las teorías del tiempo que conocía, se dio cuenta de que la hora había llegado. Notó que la cola detrás suyo era ahora muy larga, y se felicitó de haber tomado la decisión de plantarse allí. La puerta se abrió, las butacas se llenaron de a poco y comenzó esa alegre espera que precede a toda proyección, en ese ámbito social llamado Cine. Volvía a pensar en el tiempo y en cómo ahora se comportaba inversamente: las luces no se apagaban nunca, la expectativa crecía y con ella los chiflidos, los cánticos y la abucheada general para que todo comenzara de una vez.
De pronto, Diego Accorsi apareció. Lo reconoció de haberlo visto antes, en una charla de Comiqueando que incluyó sorteos, premios y mucha demencia. Se encaramó frente a la pantalla y, con la mejor cara de poker, anunció que lamentablemente no podrían avanzar con la proyección de Batman TAS, porque (sonrisa vil que asoma a su rostro) habían conseguido (amigo viajero mediante) un capítulo en el que aparecían Batman y Superman JUNTOS. El silencio que siguió a estas palabras se podría haber cortado con un cuchillo: nadie comprendía del todo qué es lo que quería decir. Siempre que un héroe de comics se junta con otro por primera vez, se vuelve un encuentro casi mítico. Pero que eso se diera en animación era algo, hasta el momento, impensado. Diego sonrió completamente, quizá saboreando las expresiones de todos los que lo mirábamos extasiados sin pronunciar una palabra. Rápidamente se fue, las luces se apagaron, y el rayo de luz cortó el aire delicadamente, casi como un rayo de sol que se filtrara socarronamente por la pared. La proyección comenzó, y lo que le siguió se asemejó más a un estadio de fútbol que a otra cosa: pronto se escucharon risas, carcajadas, gritos, vivas. Pero aún nuestros héroes no se encontraban. La historia avanza hasta que vemos a Batman en una disco, repartiendo piñas por doquier en busca de información. De pronto toma por el cuello a uno de los maleantes y aprieta cada vez más, impasible, casi ahogándolo por completo. El plano se corta con un brazo (azul) que lo toma por el hombro y le dice: “That’s enough”. Sí, es el momento de nuestras vidas comiqueras: Superman frente a Batman, animados, allí frente a nosotros. Todos los gritos se apagaron, no se oía un murmullo esperando la respuesta del encapotado. Tomando al kriptoniano del brazo, lo arroja violentamente hacia unas mesas y lo ve caer más sorprendido que golpeado. En ese momento, una explosión de gritos e insultos en apoyo de Batman se dejó oír contra su “oponente”. Fue demencial, entre la indignación y la alegría, casi como si se estuviese gritando un gol. Mientras tanto, Superman se levanta y, a velocidad luz, golpea a su vez al encapotado quien cae lastimado en un rincón. De nuevo otra explosión, ahora a favor del Hombre de Acero, que no deja insulto libre de espetarse contra el detective.
La historia siguió, los personajes habituales se dejaron ver y la trama se resolvió aceitadísima, gloriosa y épicamente. Cuando las luces volvieron, todos se miraban entre sí como no pudiendo creer lo que habían presenciado. Pronto se corrió el rumor de qué se había proyectado en esa sala y muchos se quejaron al enterarse tan arteramente.
Con el tiempo, pensó muchas veces en aquel momento en el que todo fue perfecto durante una hora, donde nadie lo criticaría, donde podría sentirse en un estadio de fútbol y decir lo que le viniera en gana, riendo, llorando, saltando y gozando.
Como dije, el tiempo siempre le trajo aquel recuerdo. Ese tiempo que tan rápidamente se desliza bajo nuestros pies y que nos hace recordar que todo es fugaz, que nada permanece, pero que a su vez nos vuelve más sabios al entender que en sí mismo no es nada: somos nosotros quienes lo llevamos dentro, y nadie más que nosotros quien le dará la dimensión exacta y perfecta. Y aquella tarde, en aquella sala de proyección, todo fue justamente eso: exacto y perfecto.
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