Cuando el Libro apareció, fue la primera señal de que el mundo ya no sería el mismo. Escuelas de pensamiento, universidades enteras se dedicaron a su estudio e intentar descifrar hasta el más recóndito de sus sentidos. Catedráticos, filósofos, arqueólogos del pensamiento humano… todos estaban fascinados, como perplejos ante tanta claridad y sabiduría. Cómo era posible que algo tan simple y profundo se les hubiera escapado durante tanto tiempo. Y que el autor fuese un inglés prácticamente desconocido, con un aspecto de profeta milenario, no hacía más que aumentar el entusiasmo de que esto era un Mensaje, por fin una Palabra que bajaba del firmamento hacia los confines más remotos de la inteligencia humana.
El paradigma social tembló: las costumbres se vieron sacudidas; lo que era asumido, fue dudoso; no había más asunciones, todo era frágil, tenue, como visto a través de una red difusa. La interpretación del universo y de uno mismo se redujo y mutó, viró hacia una concepción totalmente distinta, más interior y más ajena al mismo tiempo.
“No es posible”, decían algunos. “¡Alabado sea!”, gritaban otros. “¡Satanás!”, aullaban los de siempre.
La historia enseña que este último grupo es siempre el más temeroso y efectivo de todos.
Un conciliábulo se organizó. Nombres poderosos analizaron el Libro, sus ideas. No les llevó mucho tiempo coincidir en que debía ser destruido: el mundo no podía ajustarse a esas razones que tanto contradecían sus propios intereses.
Todos fueron convocados: máscaras, capas, sangre. Nada faltó: círculos de tiza, palabras oscuras, nombres olvidados. En el centro: un hombre encapuchado, atado a una silla.
El Magus lideraba la sesión.
-Hermanos, henos aquí. Luego de un profundo análisis hemos llegado a la conclusión de que el Libro debe ser destruido. Pero lo que ha sido creado para perdurar, no puede desaparecer, no por completo. No, la destrucción no será mediante el fuego o cualquier otro artilugio similar. Su completa y total Destrucción debe ser mucho más perfecta…
Casi todos asintieron en silencio. El prisionero no se resistía, escuchaba silencioso con movimientos de cabeza, como intentando no perder palabra de lo que se decía.
-Magus -dijo otra voz. Si bien coincidimos en que el Libro y su inmundicia deben ser erradicados, creemos que la tarea debe ser completa: no debe quedar rastro de él, bajo ningún concepto. La Historia debe borrar de su memoria este hecho tan apabullante, y no hay mejor forma que mediante el fuego blanco.
Algunos asintieron, casi tímidamente. Magus escuchó con respeto, pero al responder lo hizo con un cierto encrudecimiento de su acento, como no del todo conforme con la objeción del acólito.
-La destrucción perfecta no es la desaparición. Un libro desconocido puede volver a aparecer eventualmente, de la mano de este ingenuo o de cualquier otro. En cambio, un libro banal… ah, esa es la respuesta. La solución no es destruir una idea, sino robarle su sentido, ahuecarla, dejarla al alcance de todos y que nadie piense más de ella de lo que debería ser.
Otro silencio, prolongado.
-Nunca hemos intentado eso, nuestras técnicas han resultado eficientes en innumerables…
-¡Suficiente! -interrumpió el otro. Se hará como digo.
De repente la luz bajó y todo quedó en tinieblas. El mago levantó los brazos y su capa lo envolvió mientras pronunciaba palabras de tierra, tiempo y sangre. El prisionero se agitó, intentado romper sus ligaduras. El mago no dejaba de hablar, ya casi gritando. Sus ojos brillaban, rojos fuego, envuelto en un remolino no de viento, sino de otra cosa. Una luz oscura emanaba de él. Un ruido como de gritos se elevaba detrás suyo, un coro infernal que venía como una tromba y que se apoderaba de cada uno de los presentes.
De pronto, se apagó. El silencio volvió, y allí ya no había nadie.
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A comienzos de siglo te vi nacer. Eras interesante, hasta debo reconocer que por momentos me dio lástima tu destino. Tanto color y dedicación… para nada. Esa es tu maldición, ¿lo sabes, no? No importa el esfuerzo o la excelencia que logres: a nadie le importarás. Tendrás tus momentos de gloria, seguramente, pero no serán más que eso: un soplo. Cada vez que intentes crecer, te tumbaré. Allí estaré, paso a paso a tu lado, guiándote.
Es gracioso, después de tanto tiempo, lo que hemos vivido juntos. Recuerdo hace mucho, cuando tuviste ese impulso frenético por escapar de mis manos, cómo me decían: “Sí, Mr. Wertham”, “tiene usted razón, Mr. Wertham”. Es tan fácil lograr lo que quiero, tan fácil subyugarte… Ya deja de quejarte, es inútil, aunque debo reconocer que tu esfuerzo me enternece. Ahora me voy. Ya no es necesaria mi presencia: mi trabajo está hecho. El mundo ya entendió quién eres…
Adiós.
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