La Mansión Wayne

Durante todo el camino hasta allí había pensado sólo en ello, degustando por anticipado ese secreto placer que tanto lo atraía, silencioso, sutil, pero urgente.

¡Qué Vergüenza!

07/08/2013

| Por Bruno Magistris

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2089885-2Por fin las puertas se abrieron. Durante todo el camino hasta allí había pensado sólo en ello, degustando por anticipado ese secreto placer que tanto lo atraía, silencioso, sutil, pero urgente. Por suerte, el horario promovía un viaje tranquilo, con las distracciones de siempre, pero sin más complicaciones que esas. Miró atrás y adelante: por una vez en su vida, sus ojos no se toparon con la legión de ancianas embarazadas, con la pierna rota y al borde del desmayo que claman un asiento cada vez que él toma uno. La ventana le regalaba un sol tibio, fresco y matutino, sonriente y acariciador. Las puertas se cerraron, la electricidad dio vida al monstruo oblongo y todo comenzó a moverse. Los árboles respiraban la brisa que venía desde quién sabe donde, atravesando el espacio con esa indiferencia feliz que no se agota nunca.

Sintió el peso en su bolso, que descansaba sobre sus piernas. Pero aún no era el momento: esperaba el minuto especial, la sagrada señal de “¡adelante!” que le llegaría en cualquier momento.

Poco después, las puertas volvieron a abrirse y el andén vomitó un prodigio de gente. Entre empujones, miradas violentas, insultos y amenazas de muerte instantáneas y seguras, el espacio se fue llenando de ese tumulto pesado que genera una multitud. Las puertas, socarronamente, se volvieron a cerrar casi con violento gozo y el movimiento continuó. Por fin se decidió: abriría el bolso, lo tomaría suavemente y comenzaría a… pero de repente notó que, parada a su lado, había una de esas minas infernales que nos hacen reducir de tamaño y sentirnos inferiores a cualquier mortal sobre la faz del planeta Tierra. Saberla a su lado, tan infernalmente buena como estaba… lo incomodaba (al menos). Todo su ser le ordenaba mirarla sin ningún tapujo, pero su racionalidad y hasta su cuasi decadente civilidad le prohibían volverse una bestia babosa que gruñe y espetar viles “loca qué comés, ¿bulones?”.

220px-Buenos_Aires_-_Retiro_-_Salida_del_Rosarino_desde_Retiro_MitreQuiso distraerse, miró por la ventana y trató de serenar al cavernícola que intentaba destrozar la poca imagen que le quedaba de tipo tranquilo y cool. Recordó que el bolso había quedado abierto, a la espera de que sus manos extrajeran eso que lo hacía tan feliz. Pero de pronto, un pensamiento maligno: ¿lo sacaría adelante de ella? No, de ninguna manera: él era un HOMBRE, un tipo que se voltea a toda mina que encuentra, que por las noches la rompe bailando sobre una parlante descomunal y que no puede estar sin tres cosas esenciales: cigarrillos, alcohol y fútbol. Mientras pensaba esto, casi sin querer, la miró y notó, para su enorme sorpresa, que ella le devolvía la mirada. ¿Qué hacer, Dios? ¿Entablar un diálogo entre toda esa gente? ¿Intentar un acercamiento con un enorme riesgo al ridículo? No, imposible. Pasaría por todos los estados y colores posibles antes que intentar eso. Pero entonces, de nuevo, ¿qué hacer? Nada, fingir indiferencia, alguien le había dicho que eso garpa a full con las mujeres.

Volvió a despejarse, mirando por la ventana. Quería hacer algo: levantarse e irse, arrojarse sobre ella, guiñarle un ojo. Todo era estúpido, inútil. Pensó nuevamente en el contenido de su bolso, y en la imposibilidad absoluta que se suscitaba de extraer lo que él contenía…y de repente… una revelación. ¿Qué era todo esto, todas estas dudas y cuestionamientos de sus gustos más personales? ¿Qué significaba esta negación de todo lo que lo hacía sentirse una persona especial a la primera de cambio? ¿Por qué no podía hacer algo que se moría por hacer? Una mina es una mina, y punto. Hay millones en el mundo, y, no jodamos, levantarse justamente a ESA era más que imposible, así que… ¿qué podía perder? Sonrió internamente, mandó a todo el mundo a la mierda y, despacio, metió la mano en el bolso. Casi lo había sacado del todo… pero de pronto sintió que no solo aquella peligrosa mujer lo miraba, sino que cada persona cercana a él relojeaba lo que hacía. De nuevo, la presión ante lo que quería hacer se intensificó. Ya no era la eterna lucha contra el prejuicio del sexo opuesto, sino contra el prejuicio universal: abyecto, criminal, mordaz, completo.

Se sintió un cobarde: generaciones enteras se estarían riendo de él en ese momento, nombres poderosos, artistas inolvidables, almas enormes que movían las cabezas con gestos negativos mientras pensaban “pobre pibe”.

872127-death_of_superman¿Cómo (justo él) iba a portarse de manera tan baja con aquello que le había traído aquellos conceptos de honor y justicia tan perfectamente marcados y diferenciados? ¿Qué era esa “vergüenza” que lo invadía? ¿Cometería esa vil traición? No, de ninguna manera.

Se resolvió, metió la mano por última vez en el bolso y lo sacó: aquel mítico “La muerte de Superman” de Perfil, donde nuestro héroe finalmente muere a manos de un enemigo (casi) invencible. Y hasta lo levantó como si le costase mirarlo. Extendió sus páginas ante sus ojos, desafiante, mostrando a todo aquel que quisiera verlo que sí, él, tenía un cómic de Superman y lo estaba leyendo en el tren. Sí señor… ¿y?

De pronto, la luz que bañaba las páginas se opacó y desapareció. El tren se detuvo y las puertas se abrieron en Retiro. Antes que se diera cuenta, todo el mundo había bajado.

Se resignó, miró nuevamente a aquel amigo inseparable de colores y viñetas y volvió a guardarlo, con ciudado, pero con la culpa de un condenado, pensando que ya no era digno de él. “Perdón, viejo amigo -pensaba. Perdón…” Sentía que una batalla milenaria se había desatado dentro suyo, aquella en que se juegan cosas tan básicas y a la vez profundas como saber quién es uno y lograr aceptarlo.

Batalla jodida, y que cuesta ganar. Aquel día, nuestro amigo la perdió, pero se juró a sí mismo no volver a hacerlo. Al día de hoy, más que un mero soldado enflaquecido, se siente un Leónidas de mandíbulas apretadas, desafiando al primer Jerjes que ose mirarlo despectivamente.

Ahora, entre nosotros… ¡qué buena estaba esa mina, por Dios!

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