La Mansión Wayne

Muchas veces, el arte te salva la vida. A mi me pasó varias veces, llamado tras llamado de una Voluntad que se negaba a dejarme ir.

Quinoterapia

30/10/2014

| Por Bruno Magistris

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Laburar de 14 a 23 más de 20 días seguidos atendiendo el stand  de una cadena de librerías en la Feria del Libro puede ser una condena...

Laburar de 14 a 23 más de 20 días seguidos atendiendo el stand
de una cadena de librerías en la Feria del Libro puede ser una condena…

En cierta época oscura de mi vida, estaba rodeado de libros, historias, revistas… como quieras llamarlo. Y cual Tántalo en el río de las intenciones que nunca se cumplen, no podía acceder a aquel tesoro que se me mostraba, se me insinuaba, pero nunca se brindaba.

Laburar en una librería (en una cadena muy famosa y conocida) podría parecer en primera instancia el paraíso del asiduo lector. Obras, autores, sagas… todo ahí, al alcance de la mano. Pero el laburo en sí es tan agobiante, tan de un lado para otro, tan de exigir un esfuerzo físico, que por la noche lo único que uno quiere es volver a casa, comer, y dormir.

Y aunque tenía sus beneficios, obviamente, tenía estas contras de querer matarse a cada minuto.

Cierta vez, además del laburo en sucursal, me ofrecieron trabajar la Feria del Libro.

Era un ofrecimiento interesante: ese mes el sueldo se duplicaba, los beneficios eran muy grandes, sí, pero ¿el lado malo?

Mirá: entraba a la sucursal a las 9 de la mañana. A las 13 salía cagando para la Feria. A las 14 abría las puertas, y hasta las 22 (o viernes y sábados hasta las 23) sin parar. Volvía a casa onda 1 o 2 de la mañana (vivo lejos) y ese ritmo, esa sacudida, durante casi un mes.

Terminaba en un estado de semi-aturdimiento en el que si me pedían un libro de más de dos palabras tenía que invertir considerable tiempo en entender qué me estaban diciendo. Pero, como dije, los beneficios eran muchos, y acepté.

A los pocos días de estar así, me había transformado en un zombie que balbuceaba incoherencias y que se debatía como podía entre permanecer parado, intentar no mandar a la mierda a nadie, y que no me afanaran los chorros de siempre.

Sumado a todo esto, el régimen cuasi policial del gerente (un hijo de puta importante) que controlaba a todo y todos como si estuviésemos en Sing Sing y cada uno de nuestros pensamientos estuviesen dirigidos a cagarle la vida. Por ejemplo, para ir al baño, había que pedirle permiso a él. A veces lo daba, a veces no… y a aguantarse.

Así que así era mi vida en ese entonces: deprimido, alejado hasta de la historieta, que por H o por B ya no me llamaba tanto; alejado de la literatura, por el motivo que ya expliqué; cansado, agobiado, triste… Es muy feo sentirse así. Siempre creí que los afectos son importantísimos en la vida, pero también lo es el arte. Sin él, la vida pierde uno de los colores que la forman, y todo empieza a tener menos brillo.

Una de esas tardes, no sé quién dijo (no a mí, sino a otra persona) que en uno de los stands cercanos al nuestro estaba Quino firmando ejemplares.

Y en la hora más oscura... se hizo la luz.

Y en la hora más oscura… se hizo la luz.

Fue como una campana dentro de mi cerebro. Ese nombre, lo que significaba para mi, la cercanía, el momento, el amor por la historieta, la oportunidad única… todo llevó a que casi me moviera sin pensar (aunque ya casi estaba así, ja), y fui directo al gerente.

Su cara de hijo de puta no me intimidó, no sé por qué (porque siempre lo hacía). Me le acerqué y le pedí permiso para ir al baño. Me miró de arriba abajo, como intentando comprender que yo tuviese una necesidad semejante. Me dijo que sí, pero que no demorara porque había gente y bla bla bla.

Salí disparado. Buscaba con la vista dónde podría ser que este genio del Noveno Arte estuviese esperándome. Miré a un lado y al otro, y por fin algo me llamó la atención. Era una cola que se extendía casi 100 metros, o por ahí. Pensé que era imposible que fuese a la que yo me dirigía, pero de pronto apareció un cartel y ya no hubo duda: era ahí.

¿Qué hacer? Además, recién ahí me di cuenta de que no tenía nada para que me firmara. No podía volver al stand porque de hacerlo ya no podría volver a salir hasta quién sabe cuándo. No tenía guita encima para comprar algo por ahí y que lo firmara. Y, lo más importante, no tenía el tiempo suficiente para esperar a que toda esa gente pasara antes que yo.

Así que bajé la cabeza, la poca luz que se había encendido dentro mío se apagó, y emprendí el regreso a mi cadena. Pero mientras iba caminando, recordé algo. Recordé aquellos domingos en los que me levantaba y le pedía la Viva a mi viejo, y lo único que me interesaba era aquel chiste maravilloso de Quino que aparecía allí semanalmente. No sólo los recordaba, sino que me emocionó el mismo recuerdo de aquella niñez perdida; me sobresaltó el contraste con ese presente deslucido que se debatía entre depresiones y tristezas; y me pregunté qué había sido de aquel niño que tenía una estrella dentro.

Así que el camino que hacían mis pies comenzó a desviarse. Fui cada vez más y más cerca del puesto del Genio, y cuando quise darme cuenta de lo que hacía, lo tenía frente a mi.

El maestro, generoso como pocos para con sus fans.

El maestro, generoso como pocos para con sus fans.

Increíblemente, no tuve vergüenza de colarme tan alevosamente. Pensé que seguramente me entenderían, dando por hecho que todos conocían mi tremendo pesar.

Me paré delante de él, le extendí la mano, y le dije:

“Quino… yo no tengo nada para que me firme. Pero solamente le quería dar la mano, porque usted me ha hecho muy feliz durante mucho tiempo. Su obra es muy importante para mi, y se lo agradezco”.

El enorme artista sonrió, sin decir nada, mirándome a los ojos que lagrimeaban casi de emoción y estrechó mi mano con suavidad y candor. El momento duró muy poco, treinta segundos a lo más. Me despedí, agradecí a él y a los que ya empezaban a mirarme mal, y volví a mi puesto.

Ese acto, esa pequeña gracia de Dios que me regalaba un momento así, cambió mi día, mi semana, mi sentir. No fue instantáneo, no me cambió la vida, pero algo que creía muerto comenzó a latir de nuevo, casi inexplicablemente.

Repito: muchas veces, el arte te salva la vida. A mi me pasó varias veces, llamado tras llamado de una Voluntad que se negaba a dejarme ir, y que me reclamaba como suyo.

Hoy, que lo miro a la distancia, recuerdo aquel saludo. Miro mi mano y pienso que quizás mejor que tener un papel firmado, sea el haber estrechado aquella que creó tantas y tantas maravillas con tan solo papel y tinta.

Es poco, lo sé. Pero a mi, en aquel tiempo y lugar, me encendió el piloto de lo que sería un fuego descontrolado como el que es hoy.

Saludos, gran Maestro, si algún azar hace que puedas llegar a ver esto alguna vez.

Con cuán poco has logrado hacer felices a tantos.

Con cuán poco has logrado hacerme dejar de llorar aquel día…

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