
Nadie toque a nuestro bebé.
La página en blanco… el cursor que tintinea como a la espera de la idea que pronto lo hará bailar. En este mundo cada vez más globalizado, en donde todo está al alcance de todos en cualquier momento, ya, ahora, se hace difícil para un escritor encontrar nuevas ideas. Alguien dijo alguna vez que todo está ya contado, que lo único que podemos hacer es deslizarnos sobre ideas ajenas y darles nuestra propia impronta, nuestro original y único punto de vista que la mejorará o empeorará, vaya uno a saber…
En el siglo XVI existió un hombre (o grupo de hombres, o escritor enmascarado, ya es imposible saberlo) que escribió unas cuantas obras de teatro que se volverían patrimonio de la humanidad ad infinitum, generando miles y miles de interpretaciones a lo largo de la historia. Se llamaba William, y sustrayéndose incluso a su familia escribió en apenas algunos años una obra cuya repercusión quizá nunca imaginó (recomiendo fervientemente leer sus incursiones en Sandman para conocerlo un poco mejor).

Alana, alma voladora
Una de ellas se llamó Romeo y Julieta. La clásica historia de los Montesco y los Capuleto contaba cómo en el seno de estas dos familias rivales surgía el amor de la mano de un muchacho enamoradizo y una bella jovencita, que osaron desafiar años y años de disputas y odios interpersonales. Con el amor por encima de cualquier preconcepto y rompiendo barreras que les saldría muy caro, sí, pero que si el objetivo es el amor, todo se justifica.
Pasaron más de quinientos años desde aquella pequeña obrita teatral, y el eco de sus palabras se agigantó y con cada nuevo otoño y primavera su resonancia creció. Hoy no debe existir persona que desconozca la “leyenda” de Romeo y Julieta, al menos su delineamiento básico o su concepción más reducida posible: la del amor sin fronteras.

Marko, padre orgulloso
Brian K. Vaughan tampoco desconoce aquella historia. Y puedo afirmarlo al leer su maravillosa Saga. En ella, también hay un amor prohibido, pero la escala es mayor y ya no es entre familias, sino entre planetas. O planetas y satelites, que es casi lo mismo. La rivalidad ancestral, llevada a sangrientas guerras, asesinatos, mutilaciones, etc, etc, no podría imaginar ni en sus sueños más delirantes la unión amorosa entre alguien de Landfall y Wreath, mundos que han quedado en el medio de una guerra de escala mayor y que se excluyen para siempre de cualquier intento de paz o hermandad. Pero algo sucede, algo viene a romper con todo esto: Marko (de Wreath) cae prisionero en un campo donde Alana (landfalliana) es su carcelera. ¿Y quiénes son estos dos jovencitos?
Marko es noble, honesto, valiente, soñador. Hijo de padres amorosos, que creció entre risas, salidas de campo, avioncitos, perros, bicicletas… y que un día fue reclutado al ejército. ¿Alana? Hermosa, lectora sagaz, soñadora. Ambos desprecian el rol en el que han caído, en esa adultez en la que por fuerza deben servir al poder de turno. No están hechos para la guerra, ni para matar. Su sensibilidad se los impide. Y de pronto, en aquella prisión, Alana lo ve, Marko la ve a ella, y ya nada puede romper esa unión.
Abreviaré diciendo que juntos escapan, enamorados, y entre persecuciones militares e intentos de “volverlos al orden”, Alana queda embarazada.

Amor instantáneo
Y es ahí donde la primera historia comienza: Alana dando a luz a Hazel, su pequeña hija. Y es ahí donde comienza la verdadera carrera por salvarse, ya no a ellos mismos, sino a aquello por lo que dan sus vidas sin pensarlo, aquella niña de ojos grandes que los mira compartiendo los cuernos de su padre y las alas de su mamá.
Será ella, la niña, la narradora de todo lo que veamos. Como si cada historieta fuera el diario íntimo de una Hazel adulta, que recuerda los pasos, sacrificios, vejaciones y aberraciones por las que sus padres en fuga tuvieron que atravesar para, siempre, tenerla a salvo.
Y cuando hablaba de influencias literarias en las que Vaughan abrevó, no solo del buen William se nutrió. No, aquello fue tan solo el puntapié inicial. Vaughan toma la base de Romeo y Julieta, y la completa con elementos de ciencia -icción inspirados en Star Wars (mundos en guerra, naves espaciales); con elementos de aquellas historias de espada y brujería donde para liberarse de ciertas ataduras, basta tan solo un hechizo en donde reveles un secreto personal y único que nadie conoce; con elementos del sadomasoquismo más extremo donde lo sexual no es para nada tabú.

Hazel y su relato familiar
Vaughan hace hablar a personajes que viven en otros mundos y en galaxias lejanas, como vos y como yo. Putean, maldicen. Pero también tienen relaciones sexuales (a veces extremas), no le hace asco a nada y no tiene miedo de mostrar en primer plano la penetración anal más explícita para, en el mismo número, hacerte llorar con el color de una flor.
La parte gráfica está a cargo de la genial Fiona Staples, artista a mi gusto maravillosa que le da esa cualidad tan fresca a la página. Agil, suave, de un estilo propio y que cuesta encontrar artistas similares.
Saga es, además de una genial historia, una especie de utopía comiquera en donde todo está permitido, y en donde vas a encontrar todo tipo de matices y sutilezas.
Con Saga seguramente vas a llorar, no de tristeza, sino de ese llanto que agradecés a Dios poder disfrutar, que te llena el alma y que te hace sentir que el arte tiene aún ese poder, el de movilizarte de verdad. Porque Vaughan logra una escritura casi automática, es decir, todo lo que sucede no parece nunca forzado, ni “escrito”. Las cosas suceden como por fuerza mayor, porque es “la vida” y cuando la cosa se pone heavy, hay que saber afrontarla. Vaughan pela su mejor obra, lejos, seguramente a ser una obra maestra si las hay (todavía no terminó).
Como supo hacer William hace más de quinientos años.
El también tuvo un “cursor” tintineante alguna vez, aunque no digital, sino en su propia mente.
Quién sabe en qué se inspiró él a la hora de crear Romeo y Julieta. Tal vez fue una inspiración original y divina, no lo sé. Pero cuando ese “cursor” empezó a volar y a dejar plasmada una historia como la que hizo, tal vez no imaginó que vos y yo seguiríamos emocionándonos tantos años después con ese concepto, aunque esta vez de la mano de otro gran escritor que supo tomar la idea y hacer un batido tan mezclado de pensamientos y nociones tan disímiles entre sí.
Ahora otro cursor, el mío, llega a su fin. Sentimientos que se propagan en el éter digital y en la inmensidad del alma humana.