¿Vale la pena reencontrarse con aquella historia que de chicos nos hizo maravillar? ¿Aquella que tenemos allá arriba como intocable, insuperable y hasta mágica?
Me pregunto esto porque hace poco tuve una experiencia que me perturbó, y quisiera compartirla. No tanto para debatirla como para pedir consejo.
Hurgando en la biblioteca, y buscando aquellos libros que siempre pasan de largo cuando el dedo que debe elegirlos sigue su eterna búsqueda, de pronto se posó sobre uno que no leía desde la década del ´90.
Lo había comprado en el difunto Genux (¿se acuerdan de aquella comiquería?), local que si mal no recuerdo estaba cerca del Alto Palermo (aunque puedo estar mandando fruta). Para mí, el ir a comprar comics fue siempre una odisea, ya que vivir en Villa Ballester no lo facilita en lo más mínimo. Y aquellas excursiones con el sólo motivo de adquirir alguna joya destinada para mí era exitante. Pero en fin, allí estaba desnudando bateas y pensando en qué gastar mi módico presupuesto, cuando lo vi: una tapa de Batman… extraña. Había muchos, “Batmanes” digo, como corriendo hacia la cámara. Pero cada uno, tenía no sólo su estilo particular, sino que era dibujado por un artista diferente. La historia se llamaba “Batman: The Brotherhood of the Bat”. La escribía Doug Moench y la dibujaban muchos artistas, entre ellos, Breyfogle, Aparo, Nolan, Balent, etc, etc.
Me llamó la anteción, y la compré. La historia era un “Elseworlds”, y en su momento garpaba: un futuro post-apocalíptico en el que Batman ha muerto; un eterno Ra’s Al Ghul que decide emular a su antiguo adversario y crear una liga con los diseños que Bruce utilizó (y descartó) para el traje que terminó siendo de una determinada manera, y no de otra.
Ra’s descubre esta especie de cuaderno de diseños, y arma una especie de Liga que luchará por lo que él cree correcto. Peeero… (y si no recuerdo mal, han pasado muchos años…) resulta que aparece una especie de hijo de Bruce que tuvo con… alguien, y, notando que la liga de Ra’s es bardo puro, decide reclamar el manto y poner orden de verdad.
En fin… la historia en sí no importa a este artículo. Digamos que ese es un resumen bastante acertado. A lo que voy es a lo siguiente: en su momento, me gustó mucho. La habré leído dos o tres veces, y si bien supe que no era el DKR, tenía su encanto personal. Pero bueno, el tiempo fue pasando, los intereses fueron otros, y el libro quedó allí en un rincón esperando vanamente volver a ser elegido.
Pero no lo fue, y otros autores y obras llenaron mi alma y me hicieron crecer un poquito más cada vez. Casi lo olvidé por completo, hasta que, como dije, el dedo culpable se posó sobre él.
Cuando volví a verlo, me alegré mucho. ¡Qué bueno que el destino volviera a unirme a él! Lo recordaba como una lectura interesantísima y amena, así que dije a la mierda… puse en espera el tomo de Ex Machina que seguía el supuesto orden de lo que iba a leer, y me dispuse a recorrer sus páginas.
Y ahí sí… the horror.
La historia era simple, como mucho. Los personajes mal desarrollados. Los sucesos inverosímiles. El dibujo (salvo honrosas excepciones como el maestro Breyfogle) soso, chato, hecho para pagar las expensas. El libro en sí no llegaba ni a un 2 mirándolo con cariño… y fue una tristeza, una desolación de sentir que me habían cagado 20 años después.
Aunque no deja de sacarme una sonrisa melancólica cuando lo miro, sé que jamás lo volveré a leer (no podría someterme de nuevo a tamaña acción). Y allí está, rodeado de obras maestras y avergonzándose de su humildísimo papel en la historia comiquera.
Pero en fin, todo esto me llevó a pensar en algo. Aquel libro de Batman no es el único al que le tengo desconfianza. A su lado, otras “joyas” noventosas están a la espera de ser revisionadas… y la verdad no me animo. Estoy casi aterrado de recorrer sus páginas y sentir de nuevo que no valen nada, que son humo, que a aquel pibe adolescente le gustó porque era lo que la poca guita que tenía pudo comprar y no iba a quejarse de haber gastado en vano; que aquella historia que creí trascendente en realidad es historieta por kilo, insulsa, vana e intrascendente; que si bien la Historieta es eterna, las obras no crecen, y yo sí.
Así que tomé la decisión de dejarlos allí. Quizás tomarlos alguna vez, pasar sus páginas rapidamente y sentir su aroma, mirar alguna que otra ilustración, pero nada más. No quiero matarlas, no quiero destruir aquella ilusión que las hizo grandes y que, vista hoy, no era más que eso: ilusión.
Hace poco encontré el número de Superman de John Byrne en el que Darkseid le lava el cerebro al héroe, lo vuelve un lacayo de Apokolips, y lo manda a atacar la Tierra. Fue uno de los primeros tacos que compré en la vida, en un kiosco de diarios olvidado de Munro. Era un sábado lluvioso, bien temprano. Me tomé el 343 y fui a donde me dijeron que alguien “había visto alguna tapa con colores”. Me bajé esperanzado, miré bien y allí estaba: Superman con la S de “Savior” (creo), luchando a brazo partido con las fuerzas del planeta. El dibujo de Byrne me pareció fastuoso, la historia, una de las mejores del kryptoniano, y la vara había quedado altísima tras su lectura.
Sé que Byrne es un prócer, que su época en Superman es imbatible… pero sé que no va a ser lo mismo. No me va a generar el placer de un Morrison, de un Brubaker, de un Moore.
Así que prefiero dejarlo allí, recién comprado y cerrado, y esperar el momento en el que quizás mi temor no sea tanto.
¿Estoy obrando bien?
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