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NOTAS

La culpa no es de Morrison

En los últimos años, Morrison se convirtió en víctima de su talento, en un autor más preocupado en tribunear que en desarrollar historias con corazón.
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Martes 29 de enero, 2019

Cuando leí la Liga de la Justicia de Grant Morrison hubo algo que hizo clic en mi cabeza. Por esos años empezaba a (intentar) entender a cada historietista que leía, comprender si estaba delante de un autor o delante de un guionista, si había una mirada temática o formal que se repitiera. Lo que intentaba era eso, entender a quién estaba leyendo. Era una meta pretenciosa, pero me servía para empezar a identificar y disfrutar a los escritores. Y con Morrison y su Liga comprendía que allí había algo más, que se trataba de un autor amante de las aventuras pero con un conocimiento muy preciso sobre los (y perdonen el lugar común) “mecanismos del género”. A diferencia de John Byrne, el historietista que mi yo adolescente y mi yo cínico sobre el género de los superhéroes seguimos amando actualmente con incondicionalidad, Morrison no escondía los hilos de la aventura, se entregaba a las batallas grandilocuentes desde un lugar más craneal que emocional. Eso no significaba que la historia careciera de nervio o emoción ni que su calidad fuera inferior a la de Byrne; nada de eso, de hecho, era una historieta soberbia y uno de los títulos de mayor calidad de la DC de aquel entonces.

Poco tiempo después leí su Animal Man, el comic que venía con vuelta de tuerca en su cierre. En una primera lectura el final me pareció perfecto, y en posteriores relecturas comprendí que la historieta era mucho más que su final, que realmente se trataba de la obra maestra de un autor que aún en ese estadio tan temprano de su carrera en el mainstream, tenía sus metas claras y lo definía un estudio por comprender y detonar las estructuras formales de la historieta. Animal Man es perfecta, y mucha de esa perfección radica en que en ese punto, Morrison todavía no sabía que era Morrison.

En los últimos años, Morrison se convirtió en víctima de su talento, y es un autor más preocupado en tribunear que en desarrollar historias con corazón. Porque la rara alquimia que él había alcanzado tenía que ver con mezclar corazón y cerebro en partes iguales. Pero el cerebro le ganó al corazón cuando sus fans empezaron a venerar con absurda devoción la obra de un autor que empezó a disfrutar más y más el volverse hermético. Morrison es bueno, no cabe duda, pero solo cuando las reglas del juego son claras y los límites están marcados.

Su primera etapa frente a Batman es un buen ejemplo de sus pasos al frente de una serie grande. El primer arco, aquel en el que presenta a Damian, es un comic enormemente disfrutable, con un autor jugando en un universo prestado y detonando una revolución que cambia para siempre la lógica de un personaje que, en aquel entonces, arañaba los setenta años de historia. Morrison llegaba y meaba el terreno, lo marcaba como propio a través de una incorporación perfecta como el darle un hijo a un hombre caracterizado por establecer vínculos filiales que no tuvieran lazos sanguíneos (porque la sangre en Batman siempre pesó demasiado), y reformulaba la lógica del héroe de Gotham. Grant empezó muy alto, pero sostenerlo fue difícil. Los números posteriores no tardaron en bajar el nivel, y si bien las ideas eran sólidas, había algo que empezaba a desinflarse, y ese algo era el Morrison intelectualoide que amenazaba con salir a la superficie. Y así llegó Batman RIP, un mega evento que todos leyeron pero en secreto, según dicen, no tantos disfrutaron (porque válgame de confesar que Morrison puede aburrir o peor aún, no entenderse).

En Batman RIP . Morrison pela bibliografía, se despega del terreno material para presentar una aventura sin emoción, sin nervio, más preocupado por experimentar que por conectar con el lector. De nuevo lo digo: no es una mala historia, pero es Morrison tribuneando y revolviendo el arcón de los conceptos psicodélicos de DC que estaban bien cuarenta años atrás, pero en los dos mil (y por muy sofisticados que parezcan en manos del autor) no dejan de ser ideas absurdas. Y eso que sucedió en Batman no se aleja demasiado de Final Crisis, otra lectura muy sólida pero que por momentos parece una relectura de Animal Man más enrevesada que una saga crossovereada con fuerza propia.

Morrison disfruta encerrándose en su propia intelectualidad, y encontró inesperadamente un grupo de lectores que lo veneran porque “Morrison es Morrison”, y es inadmisible aceptar que en muchos casos, sus obras pueden generar más bostezos que emociones. Y en este punto, es ineludible hablar de Los Invisibles, esa paja al ego y al intelecto más berreta que alguna vez desplegó un autor. Hay dos caminos para enamorarse de Los Invisibles: uno es el que dejarse sepultar en una historieta cada vez más indescifrable, llena de guiños que el propio autor reconoce en un 100% y que de una u otra forma, termina por dejar afuera al lector. La segunda forma, y la que suele verse con más frecuencia, tiene que ver con esos lectores que se hacen una paja más grande que el autor, queriendo ponerse por encima de una obra cuya magia (para bien o para mal) tiene que ver con su hermetismo. Esos son los Morrisonzos, los que contagiados por el ego de su autor amado, necesitan dar fe de su intelectualidad de la forma más tilinga posible, y esa es asegurando comprender a un guionista incomprensible

Morrison no pudo ser menos que sus minions, y comenzó un juego en el que se volvió cada vez más hermético, mientras sus fans no podían más que aplaudir ese código indescifrable. De ese modo, Morrison quedó atrapado, por placer o disfrute, en una lógica que aburrió, que borró del mapa su faceta de Animal Man para convertirse en el autor que está obligatoriamente condenado a revolucionar todo lo que toca. Que Morrison va a escribir Green Lantern, que Morrison va a escribir Wonder Woman… ¿Y QUÉ HARÁ CON ESOS PERSONAJES? Bueno, no necesariamente tiene que hacer algo más que contar una aventura apasionante. Pero eso ya no alcanza, los Morrisonzos piden Borges, piden Crowley, tarotismo y mitología maya como si todo fuera un cocoliche susceptible de compartir un mismo bowl de ensalada. Morrison no puede ser un artesano, ya no se lo permite el público ni se lo permite él mismo, y en ese alimentarse su ego terminó perdiendo sus rasgos más jugosos como autor. Pero parafraseando a un mítico crítico de cine que alguna vez dijera “La culpa no es del cine, sino del público”, solo queda decir que la culpa no es de Morrison, sino de los Morrisonzos.