Papa Fina

El que te está cagando no es el comerciante, ni el dibujante, ni el guionista. Los que están convirtiendo al fan del comic yanki en una piltrafa humana son los editores y el sector del público que insisten con un formato que no se sostiene más.

2008 – #3 (edición extra large)

09/03/2008

| Por Andrés Accorsi

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Puestos a putear…

Cada tanto escucho a algún amigo decir “Qué hijos de puta! En la comiquería me quisieron cobrar $ 15 un comic yanki de 30 páginas!”. Cada tanto otro amigo se despacha con “Este dibujante pajero hace que se atrase la serie que más me ceba! Si no puede dibujar 22 páginas por mes, que se dedique a otra cosa!”. Y otro amigo suele arrancar su rosario de puteadas con “Loco, ya van tres números de esta serie en los que no pasa NADA! Este guionista del orto me quiere contar en 120 páginas lo que antes me contaban en 30!”.

Y a mí, que me gusta llevar la contra, también me gusta encarar los problemas desde el otro lado, del que nadie discute. Por eso salto y les digo: El que te está cagando no es el comerciante, ni el dibujante, ni el guionista. Los que están convirtiendo al fan del comic yanki en una piltrafa humana, en un ser desesperanzado, más sufrido que un hincha de Racing, afiliado a la UCR y con un hijo gay, son los editores y el sector del público que insisten con un formato que no se sostiene más.

El comic yanki (ni siquiera el comic en general) no tiene por qué ser sinónimo de revistita de 32 páginas, 22 de historieta y el resto de relleno, ganchitos a los costados, papel tirando a choto, precio alrededor de los u$ 3.00 y periodicidad mensual. Si aún hoy es así, es porque los fans y los editores son demasiado conservadores, o lo suficientemente pelotudos como para suponer que lo que funcionaba en 1960 va a seguir funcionando hoy. Y encima tan necios como para negarse a reparar un error brutal que se cometió hace ya muchas décadas y tuvo efectos letales.

¿Qué te puedo cobrar?

64 páginas a 10 centavos.


Esto que viene ahora no es fácil. A mí me lo explicó Kurt Busiek con dibujitos en una servilleta y todo. Me voy a esforzar por explicarlo tan bien como él…

Cuando irrumpieron los comic-books en el mercado editorial norteamericano, a mediados de los años ’30, eran unos masacotes de 64 páginas, llenos de historietas, que valían 10 centavos. Las otras revistas (Time, The Saturday Evening Post, Colliers, The New Yorker, etc.) también valían 10 centavos y compartían los kioscos y demás puestos de venta con Action, Detective, All-Star y todas las otras antologías de superhéroes, policías, aventureros, etc. Fue la Era de Oro, en la que estos personajes alcanzaron la más indiscutible masividad y decenas de editoriales llenaron sus arcas a fuerza de vender millones y millones de ejemplares de cada título (y había muchos!).

Un día, las otras revistas aumentaron a 15 centavos. Los comic-books, en vez de aumentar, empezaron a salir con menos páginas, pero a 10 centavos. O sea que el kioskero, que se queda con un PORCENTAJE del precio de lo que vende, empezó a ganar menos guita por vender comics que por vender las otras revistas. Al principio, la diferencia era casi imperceptible, porque entre 10 y 15 centavos… no jodamos. Con los años, las revistas “normales” siguieron aumentando, mientras los comics siguieron reduciendo su cantidad de páginas, hasta llegar a las actuales 32, en algún momento de los ’50. Para mediados de los ’60, Time valía un dólar y Superman 12 centavos. Chau, ¿qué kioskero quiere vender Superman? Cada Superman que vendo me deja 6 centavos, y cada Time me deja 50! A la mierda Superman! Y bueno, no las tiraron exactamente a la mierda, sino que las historietas desaparecieron de los mejores espacios de exhibición y pasaron a ocupar el rincón oscuro y mugroso de los puestos de venta, donde (al ser más flaquitos por las páginas perdidas) se doblaban y se hacían crosta rápidamente. Evidentemente, el formato había dejado de ser competitivo.

Barajar y dar de nuevo

Para mediados de los ’70, ya había pocos puestos de venta dispuestos a darle un espacio a estos panfletitos escuálidos que dejaban poca ganancia. Las ventas caían en picada. Había que inventar otra cosa, rápido. Paralelamente, de los 12 ó 15 géneros que había en los ’50, apenas quedaban en pie tres o cuatro, con los superhéroes como claras locomotoras de este trencito hacia el abismo. En este género en particular, los guiones se fueron volviendo más complejos y sosfiticados y ya era casi imposible contar historias completas en 22 páginas, con lo cual el público se tuvo que acostumbrar a revistas SIN historias completas, todo lo contrario de los ’40 y ’50, cuando un comic-book traía VARIAS historias completas. Así nació lo que hoy llamamos “historieta en fetas”.

32 páginas a 12 centavos y sin historias completas? Me están cagando!


¿Qué era lo lógico? Fácil: volver a un formato de 64 páginas y cobrar por eso LO MISMO que valían en los ’70 las otras revistas. Con esto se recuperaba la buena exhibición en los kioscos, el lector recibía BOCHA de material por sus manguitos y se le daba espacio a los autores para contar historias completas en un sólo número. El dibujante que no llegaba a las 22 páginas por mes, podía ocuparse de las historias más breves, que complementarían a las más largas para cubrir 64 páginas, y listo. Todo resuelto.

Pero no. A la hora de inventar una solución para la crisis, en vez de sacrificar al formato que no funcionaba, se sacrificó el sistema de distribución en kioscos (el masivo, el que llega a todos los públicos, el responsable de que existan los lectores de comics), con la excusa de que éste se había vuelto inhóspito para la edición de comics… cuando en realidad al kioskero no le molestaba el comic EN SI (más allá de los jabones que se pegaron en la época de Wertham), sino la revistita chota y barata, fácil de deteriorar y de afanar, que encima dejaba poquísima ganancia. Olvidate de descubrir un comic copado porque tu abuela o tu vieja lo vieron en un kiosco y te lo compraron. Ahora, el que quiere celeste, tendrá que descubrir y penetrar la fortaleza secreta, el bunker al que sólo los grossos pueden entrar. Había nacido el circuito de comiquerías y se suponía que esto iba a salvar al comic forever. Bwa-ha-ha.

Auge y caída de la adictocracia

Imaginate que tenés un negocio. ¿Qué preferís? ¿300 clientes que te gastan $ 10 cada uno, o 30 clientes que te gastan $ 100 cada uno? Con 30 clientes laburás menos, es más fácil saber qué quiere cada uno y tenerlos a todos contentos, pero ¿qué pasa si uno de esos no te compra más? Te hace un agujero en tu economía mucho más heavy que si te deja de comprar uno de los 300 que gastan $ 10… O sea, es más lógico y menos riesgoso (aunque demanda más esfuerzo) laburar para muchos clientes a los que le sacás poca guita, que laburar para un pequeño grupúsculo que te deja un fangote per cápita.

Bueno, la comiquería se basa en el razonamiento exactamente opuesto. De las miles de millones de personas que podrían comprar comics (si fuesen atractivos, estuvieran bien promocionados, bien distribuídos y a precios competitivos), nos vamos a quedar sólo con el puñado de consumidores a los que les chupa un huevo si los comics son atractivos, si están bien promocionados, si están bien distribuídos y si los precios son competitivos. Hay un público cautivo, los adictos. Y hay infinitos trucos para que el adicto que hoy gasta en el vicio $ 10, mañana gaste $ 50 y pasado $ 100.

Y surgieron las comiquerías…


El adicto es predecible: es capaz de viajar de una punta a la otra de la ciudad para comprar la droga, se banca que sea cara, que las historias no terminen, que los buenos dibujantes –hartos de la esclavitud de las 22 páginas por mes- terminen reemplazados por verduleros impresentables, pero NO se banca el cambio. Si el n°1 de Fantastic Four de Lee y Kirby de 1961 tenía 32 páginas y ganchitos, quiere que durante TODA LA VIDA le des Fantastic Four de a 32 páginas con ganchitos. Los adictos de los ’60 ocupaban cargos de decisión en las empresas de los ’70, o sea que la radiografía fue instantánea e infalible. Los adictos se conocían entre sí. No era muy difícil para un adicto diseñar un sistema que nucleara y exprimiera a todos los demás.

Y funcionó. De los infinitos trucos posibles para que el adicto pasara a gastar $ 100 por mes, TODOS la pegaron y entre 1980 y 1992, las editoriales no sólo gambetearon el apocalipsis que opacaba el horizonte en 1978, sino que una vez más, levantaron la guita en pala. Pero, ¿qué pasa cuando la adicción demanda $ 100 por mes? Sólo quedan los 30 más adictos, ¿se acuerdan? El negocio factura $ 100 per cápita cuando tiene 30 clientes, no cuando tiene 300.

Y ahí es donde falla la ecuación. De esos 30, en el ’92 se fueron tres, en el ’93 se fueron cuatro y en el ’94 se fueron cinco. Y no entró ninguno nuevo! En tres años, el negocio tenía 12 clientes menos! ¿Cuánto hay que sacarle a los 18 que quedan para que no baje la facturación? ¿Más de $ 166 per cápita? Olvidate. Son adictos, no multimillonarios.

De pronto, en 1995 la industria tenía muchos menos comercios que en los ’80, comics más chotos y mucho más caros, infinitas editoriales con tiradas tan bajas como sus standards de calidad, autores que cobraban fortunas para aprovechar la feroz competencia entre los editores, y como si esto fuera poco, CERO llegada al público que nunca había penetrado en la secta secreta del circuito de comiquerías. La fiesta había terminado y –como la de la convertibilidad- había salido carísima.

Pare de sufrir!

¿Querés saber cuanto está el número 1 de Megabomberman? Bancá que me fijo en la cotización de la Wizard y te digo…


Entre 1995 y 2000, mientras se diseñaba el nuevo circuito de comercialización, la prioridad para la industria del comic yanki fue clara: No podemos perder más lectores. Hay que aguantar con estos 18 adictos a los que les sacamos… $ 120 por mes, hasta que podamos volver a sumar gente por otro lado. Para esto, se encaró una depuración notable: desaparecieron muchísimas editoriales nefastas, quedaron en las bateas muchos menos títulos, se dejaron de escorchar con los hologramas, los brillitos y demás chiches pelotudos que encarecían inncesariamente los productos, aflojaron con el truquito de los crossovers (no mucho), se produjo un interesantísimo recambio de autores y, en general (por supuesto hay CIENTOS de excepciones), se cuidó un poco más la calidad. Ayudaron, además, una etapa bastante próspera en la economía de los EEUU y la irrupción de la internet, que rápidamente le brindó a los adictos que quedaban una forma ágil y eficaz de hacer escuchar sus demandas. El agujero más grosso se había tapado, y con el agua al cuello, pero sin perder más lectores, la industria intentaba salir a flote.

Otro problema que se ataca con éxito en este período es el de la sobrecotización de las revistas. Las bajas tiradas hacían que muchas veces un comic-book fuera difícil de conseguir incluso antes de empezarse a distribuir, y los únicos que capitalizaban este exceso de demanda eran los avechuchos que acovachaban los ejemplares para luego vendérselos carísimos a los adictos que no los encontraban por ningún lado. Así, tres meses después de salir, el n°1 de Preacher valía más de u$ 50 y el n°1 de Transmetropolitan alrededor de u$ 35. ¿35 dólares por una revistita de mierda?!? Estamos todos locos!

Pero las editoriales, hartas de recibir u$ 1,25 por la revistita que diez días después se vendía a u$ 35, decidieron recuperar la iniciativa y empezaron a reeditar sistemática y muy rápidamente las historietas cuyos precios se disparaban. Kingdom Come, el Daredevil de Smith y Quesada, la primera League of Extraordinary Gentlemen, Battle Chasers… todas se reimprimieron al toque y al mismo precio que la primera edición, esa que te querían cobrar u$ 15 ó $ 20. Y ni bien terminaba de publicarse cada saga, se relanzaba en formato de TPB, o tomo recopilatorio, a veces a un precio sensiblemente menor que el de las revistas. Esto le sacó buena parte del sentido al “arte” de comprar los comic-books con ánimo especulativo, tratando de acertar –como en los burros- al que va a convertirse en el hitazo que todos quieren y nadie tiene. Ahora las editoriales se proponían imprimir un ejemplar para cada interesado en ese comic, y darles a todos la posibilidad de pagarlo lo que vale.

La nueva industria

Diamond Comics, la única distribuidora en comiquerías de Usa


Mientras la industria del comic yanki se iba a pique, en Francia la bande dessinée facturaba como nunca gracias a un dato fundamental: desde mediados de los ’80, la inmensa mayoría de las historietas se publicaban en álbumes (no muy distintos a las novelas gráficas y los prestiges americanos) que se vendían en las librerías, junto a toda clase de novelas, cuentos, libros de autoayuda, de historia, etc. Un enorme público de todas las edades y alto nivel económico y cultural consumía estos libros, generalmente con historias completas, una calidad artística sumamente cuidada y un precio que rondaba los u$ 15. Había también series de varios episodios, que aparecían a razón de uno por año, aproximadamente. O incluso sin salir de EEUU… en las librerías yankis se vendían cientos de miles de tomos recopilatorios de Calvin & Hobbes, The Far Side, Garfield, Doonesbury y las otras tiras realmente populares de los diarios.

Si no sale en el Previews de Diamond, a la comiquería no llega, querido


La solución al problema estaba ahí, era obvia, y ni Matt Murdock podía no verla. Para 2000, el cambio en la política de las editoriales yankis de comics era claro: Conquistar las librerías a como dé lugar. Esa era la meta: Un circuito sin adictos, sin especuladores, acostumbrado a material más diverso, más jugado, más cuidado… y que ni siquiera requería generar contenidos “exclusivos” (como sí requería la comiquería), ya que alcanzaba con reeditar en libros las historietas ya publicadas en comic-books (un dato importantísimo, porque permite amortizar mejor el alto precio por página que se les paga a los autores). Pero esta vez la idea era SUMAR un segundo circuito. Veinte años atrás se habían mandado el hiper-moco sacrificar al circuito de kioscos, pero esta vez las comiquerías estaban a salvo. El adicto seguiría teniendo a su disposición la dosis mensual, más o menos barata y bastante descartable, y la comiquería seguiría siendo la encargada de proveérsela.

Ahora, con las cifras en la mano y la industria a salvo de la extinción gracias a los miles y miles de consumidores que encontró el comic en las librerías… ¿Por qué seguir conservando el ghetto endogámico de las comiquerías? ¿Para qué desperdiciar tiempo y papel en publicar (o en realidad, pre-publicar) las historietas en comic-books finitos, si después se reedita todo en libros?

La respuesta es una sóla: Rosca Empresarial.

Desde 1995, en EEUU hay un único distribuidor para el circuito de comiquerías, y es Diamond. Esta es una empresa mega-poderosa, que tiene a los editores agarrados de las tarlipes hace años. Para que se den una idea, Diamond obliga por contrato a DC (nada menos) a ofrecer TODAS LAS SEMANAS no menos de 24 productos para el circuito de comiquerías. ¿Se pueden publicar 24 libros por semana y que el mercado los absorba? No, ni en pedo. Entonces, hay que seguir editando revistitas más baratas.

Además, a diferencia de los TPBs, las revistitas tienen unas cuantas páginas de publicidad. Si sólo se editaran libros, las editoriales dejarían de percibir estos cuantiosos ingresos y se verían obligadas a cobrar mucho más caros los libros, de cuyo precio deberían salir el 100% de los gastos de la editorial. También se acabaría la posibilidad de amortizar entre revista y libro los pagos a los autores más onerosos.

Soluciones y conclusiones

O sea que por ahora, ni la revistita de 32 páginas a $ 3 se va a extinguir, ni la comiquería va a desaparecer como las canchas de paddle y los parripollos. Ambas cosas van a seguir coexistiendo con la nueva realidad que describimos recién. Que es, además, donde están las soluciones que mis amigos, los que empezaron esta nota a las puteadas, no siempre ven.

Civil War: 7 numeritos por un total de U$D 21. El TPB a U$D 16. Mmmmmhhh… (Obvio que esto es en Usa, andá a sumarle los extras de las comiquerias argentas…)


¿Te subleva que te cobren $ 15 por un soretito que tiene 22 páginas de historieta? Bien, esperá el TPB. Seguramente va a valer u$ 15 (o sea, acá te van a surtir $ 75) y te va a ofrecer 144 páginas de historieta. O sea, vas a pagar algo así como 0,52 por página, contra 0,68 que es lo que te sale si comprás la historieta en fetas.

¿Te subleva que los dibujantes se atrasen y la revista no salga en fecha? Bien, esperá el TPB. Ahí va a estar la historia completa, bien dibujada de punta a punta y sin riesgos de un fill-in nefasto. Los editores ya entendieron que los buenos dibujantes NO pueden hacer 22 páginas por mes, y ya se relajaron muchísimo con el tema de la periodicidad. De a poco, esa regla de hierro se va morigerando, a medida que más gente se da cuenta de que el fill-in dibujado a las apuradas por Garompo no sólo vende poco entre los adictos, sino que desluce el producto que va a la librería, a intentar seducir a un público más exigente. O sea, conviene más esperar a John Cassaday que llamar de urgencia a un verdulero que te la saque con fritas.

¿Te subleva que los guionistas se tomen su tiempo para hacer avanzar las historias? Bien, esperá el TPB. De Preacher para acá, los guionistas trabajan pensando en los libros. La onda es Una Idea Grossa por TPB, es decir que la Idea Grossa se licúa entre cinco o seis revistitas en las que –leídas de a una y con semanas en el medio- no pasa naranja. El tempo narrativo de casi todos los guionistas actuales requiere 144 páginas para desarrollar una historia coherente. Pedirles principio, desarrollo y fin en 22 páginas, es como pedirle al Burrito Ortega que saque el centro en una baldosa. Por ahí lo hace, pero le va a salir mejor si antes puede trotar un poquito con la pelota controlada, levantar la cabeza, gambetear a un defensor, mirar por dónde anda el arquero…

¿Se puede mejorar? Seguro. Algún día, los dibujantes que laburan para EEUU van a poder vivir todo un año con lo que ganan por dibujar 60 páginas a todo culo, como sucede con los que laburan para Francia. Algún día, los coordinadores le pararán el carro a los guionistas, les explicarán que esto no es un manga, y que en 144 páginas hay que pelar más de una Idea Grossa, o les dirán “Buenísima la idea, desarrollala en 90 páginas”. Y algún día, ¿quién te dice?, tal vez el comic yanki regrese triunfal a los kioscos, con revistas de muchas páginas muy baratas (tipo las antologías japonesas), llenas de historietas de los géneros más variados, que ceben a los pibes de hasta 12 años a niveles cósmicos y los hagan adictos de por vida.

Mientras tanto, olvidate del continuará, del fill-in, del dibujante que se atrasa, de la saga que te quedó incompleta porque no conseguís ese puto n° 50 (el de la tapita con holograma que valía u$ 5), de las historias que arrancan en la revista que juntás y terminan en la que NO juntás… Pasala mejor. Pasate al TPB.

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