No hay con qué darle; tienen razón cuando dicen eso de que las primeras veces nunca se olvidan.
El primer beso. La primera borrachera. El primer muerto. El primer polvo. La primer cancha.
Luego vendrán, de todas las primeras veces, otras veces. Algunas más memorables y varias –gracias a cierto orden universal que hace que no nos matemos cada día- mejores.
Pero hay algo en aquella primera vez que no volverá a repetirse nunca. Eso de “lo incomparable”. Lo que abre el camino. Lo que hace que el mundo se vuelva mundo y deje de ser una idea o una nada.
Yo recuerdo casi como si fuera hoy la primera vez que me enfrenté de lleno a una historieta (quizás antes tuve algún contacto esporádico con ella, pero sin la certeza de magnitud que me dio aquella “primera vez” a la que voy a referirme).
Yo tendría cinco años. Quizás un poco menos, pero no más que eso. Vivíamos unos tiempos extraños, en el departamento de Helguera 2828.
Si saco un cálculo no demasiado complejo, a mis cuatro o cinco años ya estábamos en democracia o la misma estaba a punto de llegar, esperada con ansias.
En mi casa se hablaba constantemente de personas que yo no conocía. Por algún motivo, mi mamá terminaba cada una de esas conversaciones con lágrimas en los ojos. Me llevaba a recorrer oficinas. Mostraba fotos. Lloraba mucho, mi mamá, por esos años. Sin embargo, como autor, no tengo el lujo de poder decirles que “tuve una infancia difícil”. Todo lo contrario: la dictadura había arrasado la inocencia de mis viejos pero, por algún motivo que no logro descifrar, fui un niño absolutamente feliz.
A veces mi mamá dibujaba siluetas negras de tamaño natural sobre afiches blancos que abría sobre el suelo de mármol del departamento. Salíamos todos y ella las pegaba en lugares donde había un montón de otros carteles iguales. Debajo de las siluetas había un nombre y una fecha. A mí me daban miedo, esas siluetas. Pero no decía nada.
Intento contarles sobre historietas. No dejen que me vaya por las ramas.
Había mucha luz porque las primeras veces importantes casi siempre tienen mucha luz. En ese living que les cuento gobernaba una mesa redonda y de madera muy trabajada, como la del Rey Arturo, y fue ahí donde mi papá me enseñó un tesoro.
Les pido que hagan silencio. Está por entrar a escena “la magia”.
Eran dos libros enormes.
Los sacó de un mueble con llave donde se guardaban todas las cosas que nosotros (somos tres hermanos varones) no podíamos tocar bajo ningún concepto.
Dentro de esos libros estaba, encuadernada, la colección completa de las Hora Cero Semanal que él compró religiosamente desde su salida, el 4 de septiembre de 1957. El estado en el que estaban esas revistas denunciaba a las claras que el niño que había sido mi padre sabía que algunas cosas deben cuidarse como se cuida a la vida misma.
—Te voy a mostrar algo que te va a encantar —me dijo aquella vez de mucha luz.
Me sentó en su regazo y abrió el primero de aquellos dos enormes libros.
No recuerdo si yo ya sabía leer (comencé temprano por una pulmonía que me tuvo varios meses en la cama y me obligó a aprender a leer si no quería morir del aburrimiento —¡epa! ¡quizás sí tuve una infancia complicada!—). Recuerdo, si, que cada vez que terminábamos una página, era él quien pasaba a la siguiente.
No me dejaba hacerlo a mí.
“Es muy frágil”, me decía. Y yo entendía que estaba hablando de algo que no era ese papel amarillo por los años.
Igual que muchos de los que luego fueron mis maestros y a diferencia de muchos que hoy son mis contemporáneos, yo comencé leyendo a Héctor Germán Oesterheld y fue a Héctor Germán Oesterheld a quien leí hasta muy entrada la escuela primaria. Primero fue El Eternauta (al que creo haber releído al menos una vez al año desde entonces). Luego, todo el resto: Randall The Killer, Nahuel Barros, Ernie Pike, Cayena, Lord Crack, Sherlock Time, Sgt. Kirk, Ticonderoga…
Puedo cerrar los ojos y decir en susurros muchas de aquellas frases perfectas de HGO.
Puedo volver a ser aquel niño que fui y sentir exactamente lo mismo que sentí entonces, mientras mi viejo pasaba las páginas.
Puedo decirte que, si hoy me dedico a escribir historietas y milito sinceramente en sus filas, es porque hubo una primera vez y esa primera vez es la que te estoy contando ahora.
“Es muy frágil”, me decía mi viejo que, en realidad, estaba hablando de la semilla.
A la semilla hay que cuidarla. Regarla. Ponerle buena tierra.
Te propongo, si llegaste hasta acá, que me cuentes tu primera vez. ¿La recordás? ¿Te marcó para siempre como aquellos cascarudos avanzando en tromba y de frente hacia mi infancia?
Prometo contarte más cosas, en este mismo lugar. Si venís, acá voy a estar.
Empezamos por el principio.
Porque las primeras veces nunca se olvidan.
Porque todo, en el principio, fue semilla.
Y porque esa semilla, a veces, se vuelve mundo.
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