La Primavera, de Federico Reggiani y Rodrigo Terranova
El mito político, el legado político, es una bestia extrañísima. ¿De qué manera se recuerda a una personalidad del mundo de la política, territorio espinoso y traicionero si los hay, repleto de grises? Frente a esta situación, las personas y el periodismo, esa «Gran Bestia Victoriana», como la definía Tom Wolfe, prefieren las simplificaciones, los lugares comunes, la hagiografía o la demonización.
Y lo peor de todo el asunto es que, en más de un caso, esta construcción imaginaria termina reduciendo las aristas positivas y negativas de cualquier político a una banalización de sus medianos logros o una exageración de sus terribles actos. Nos aleja de comprender su actuación y su contexto y así es como terminamos con textos que exhortan las virtudes de Ronald Reagan o que rescatan a Margaret Thatcher como una política fuerte o que enaltecen al Ché Guevara como una especie de santo moderno.
Porqué, en definitiva, ¿de qué manera se recuerda a alguien cuya principal labor consistió en incitar esperanza en una gran masa de personas con el objetivo de colocarlo en un lugar de poder público? ¿Qué construyó una imagen que lo excede y lo supera y que tuvo que lidiar con la arena movediza de lo político, donde sus promesas generalmente no se cumplen y lo único que queda, casi siempre, es decepción?
El año pasado murió Raúl Alfonsín y los medios nos dieron una respuesta posible en forma de santificación. «El héroe de la democracia», «El paladín de la pluralidad», «El Gran Hombre de Estado». Es una versión que caía bien al común de la población, el mismo común de la población que ahora se rasgaban las vestiduras por la muerte de anciano inofensivo por su alejamiento del manejo político real pero que en el 89 habían participado de amplias protestas en contra de su gobierno inflacionario, que se habían arrumbado frente a los supermercados para acumular cosas «porque lo que salía 5 pesos a la mañana salía 50 a la noche».
Lo que tiene de maravilloso este webcomic (realizado dentro del marco de «El Gran Reto de Julio» del 2009, una propuesta que consiste en publicar una página de historieta por día durante todo el mes que lleva su nombre) es que intenta lidiar con la muerte de Alfonsín reduciéndolo al espacio más estrecho de legibilidad: las consignas, cantitos y datos inútiles de la política. Las promesas durante la campaña, los intentos de inmiscuirse en la subjetividad de los votantes con frases pegajosas y ganchos repetitivos.
La historia comienza con una imagen de Alfonsín acostado en su féretro, una imagen completamente apacible y contemplativa, muy diferente de lo que debe haber sido el velorio en la realidad, un momento de tiempo suspendido. Inmediatamente salta a un personaje, que bien podría ser un doble de Reggiani, poniéndose el saco e intentando recordar el segundo nombre de Deolindo Bittel. A partir de ahí, lo que sigue es una exploración de la creencia política y la construcción de mitos nacionales y proyectos de gobierno que hiela la sangre con su desazón y tristeza.
Todo el comic está construido alrededor de este personaje sin nombre (como todos los del comic) que quiere llegar al velorio de Alfonsín. Pero nadie recuerda quien es Alfonsín. Pareciera que la realidad política de los últimos 20 años ha quedado comprimida y se fue por una especie de resumidero, que toda la historia esta desordenada, que hay pedazos faltantes y figuras que no se recuerdan. Y la única manera que tiene de traerlos al presente es repitiendo sloganes, caminando por la calle mientras dice: «Los metalúrgicos / Los metalúrgicos / Buscan y quieren / El Progreso del país». O armando interpretaciones ridículas alrededor del número de silabas de los candidatos políticos del 83.
La historieta está plagada de símbolos de aquel momento político que parecen haberse derramado, desde una esfera de ideología superior, sobre la «realidad» de la misma. La casa del tipo queda en el 1983, en una pared se lee «Argentina te quiero, por eso voto a Cafiero». Un policía en el Congreso le repite las famosas frases de Menem pre y post 89. Aparece un chiquito de la calle, insistentemente, como la única cosa constante en estos 20 y pico años de democracia. Al mismo tiempo, el personaje se mueve con una especie de monomaníaca misión, preocupado solamente por llegar al famoso velorio, mientras que los personajes que se cruza en su camino no recuerdan nada del mismo.
La historia colapsa sobre sí misma. Menem ganó en el 84, y en el 89. Finalmente, se encuentra con un personaje curioso, un enano peronista, que lo lleva de la mano, a través de un túnel misterioso cuya contraseña es el nombre completo de la mujer de Alfonsín, llegando finalmente al féretro. El protagonista pregunta «¿Dónde estamos?» y el enano contesta: «¡Viedma, Capital de la República Argentina!». Aquí es donde vienen a morir los grandes proyectos políticos.
Al mismo tiempo, todo este viaje se encuentra puntuado por reminiscencias personales, recuerdos de haber «malgastado la adolescencia escuchando Spinetta y no viendo Sumo» (¿un comentario solapado sobre el apego al radicalismo por sobre el peronismo?) o de un viejo cuaderno de dibujos copiados de Nippur de Lagash que se perdió para no verse nunca más. Claramente estos recuerdos son contemporáneos a los eventos políticos que forman parte del núcleo de la historieta, la elección y mandato de Alfonsín. En un momento el Petiso Peronista le pregunta al protagonista: «usted debe haber votado por primera vez en… déjeme ver… en el ‘89, ¿no?». Entonces, el comic plantea otro interrogante: ¿cómo internalizar una creencia política que deriva de un momento en el que uno no participó de su triunfo de la forma más directa, mediante el voto? ¿Cómo recordar un movimiento, un líder, cuyo momento de gloria es anterior al ingreso en la vida política activa de quién quiere recordarlo?
Por otro lado, se impone hablar del dibujo de Rodrigo Terranova. Partícipe del colectivo extraordinario Historietas Reales desde su inicio (igual que Reggiani) el estilo de dibujo de Terranova se compone de un uso sumamente expresivo de los blancos y los negros. Es uno de los dibujantes más talentosos a la hora de plasmar el lenguaje corporal y las expresiones de sus personajes. A pesar (o, paradójicamente, debido a) la rapidez en la que se supone que fueron dibujadas estas páginas, los personajes demuestran una plasticidad y nerviosismo que parece signar que siempre están en movimiento, siempre están en flujo, algo muy apropiado para un comic que trata con la realidad siempre cambiable (y falseable) de la política y con el territorio aún más difuminable de los recuerdos.
Terranova es un maestro, también, de la mancha incidental, o sea, del detalle incorporado al dibujo a través de breves manchones de negro que confieren a los dibujos una sensación de desaliño constante. Los personajes de Terranova siempre parecen tener las ropas arrugadas, la cara repleta de marcas por la edad. Así, el personaje principal de «La Primavera» expulsa continuamente líneas cinéticas groseras a su alrededor y el «Petiso Peronista» parece moverse un modo mecánico y duro, sensación que se intensifica por sus brazos rígidos. Lo de Terranova es una sinfonía hormigueril.
A esto hay que agregarle, además, un gran talento para la caricatura. Los personajes de Terranova tienen siempre la cabeza bien grande, y en esas cabezas caben las más divertidas y expresivas deformaciones. El protagonista sin nombre de este comic salta de momentos de júbilo inenarrable a gigantescas muescas de duda y consternación, de la exultación a la decisión fría, en muchos casos en el mismo cuadrito. Terranova comprende que la energía de ésta historieta está depositada en este descompensado que, a medida que avanza la historia, da la impresión de estar viviendo dentro de una fantasía muy elaborada y hablando consigo mismo.
Es ésta una historieta profundamente melancólica, pero una melancolía de sonrisa triste, una melancolía proveniente de la nostalgia y, probablemente, del desencanto. Finalmente, la realidad se acomoda y nuestro protagonista se encuentra en el mundo «real» donde todos acuden al velorio de Alfonsín, una tarde lluviosa y gris de domingo. Cuando alguien le pregunta si va, él contesta, casi sin pensarlo «no, no… ya aburren con Alfonsín».
¿Cómo se recuerda a un gran personaje de la política? ¿De qué modo nosotros, los seres humanos normales que, de algún perverso modo, estuvimos a su cargo, lo internalizamos y recordamos las decisiones que tomó por nosotros? «La Primavera» ofrece una explicación posible: con una mezcla de fanatismo y desinterés, con una extraña sensación que combina de manera indistinguible lo personal con lo político. Se lo recuerda más por los caprichos de la construcción política (cantitos, afiches, frases hechas, nombres propios) que por su política efectiva (de hecho, el comic no menciona jamás ninguna medida de política efectiva. Alfonsín es un fantasma evanescente). Pero lo más triste de «La Primavera» es la tesis que propone con respecto a la creencia política: aquellos que más lo amaron, aquellos que se esperanzaron con lo que proponía, son siempre aquellos que luego se decepcionan más desgarradoramente por la realidad política, son aquellos que, al final, la única reacción que pueden desplegar ante su fallecimiento es un encogimiento de hombros y la sensación agridulce de que acaba de morir una ex – pareja con la cual las cosas fueron hermosas, pero terminaron espantosamente mal.
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