Si el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, entonces Daneri -el personaje de Trillo y Breccia que da nombre a Un tal Daneri (Doedytores, 2003)- es humano, muy humano o, incluso, demasiado humano pese a su origen literario.

Un tal Daneri

27/12/2007

| Por Staff de Comiqueando

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Para Bioy Casares, el color local es una cuestión geográfica. En su ensayo «Mi amistad con las letras italianas», el escritor argentino pone dos ejemplos que le parecen paradigmáticos en cuanto a la cuestión de la nacionalidad artística. El primero es el del escritor italiano Bassani, a quien Bioy defiende, como para confirmar que no conviene mezclar demasiado vida y obra en literatura, pese a la hostilidad del italiano hacia él: «Sus colegas italianos lo acusaban de una supuesta incapacidad para situar historias fuera de la Ferrara natal; pero, como anotó un kantiano, el imperativo categórico funciona libremente en ámbitos cerrados, lo que equivale a decir que en Ferrara o en cualquier otro paraje cabe toda suerte de observaciones y verdades universales. La mejor prueba de ello es su espléndida novela El jardín de los Finzi Contini». El imperativo sería, en este caso, «pinta tu aldea y pintarás el mundo». El segundo ejemplo se presenta todavía más revelador porque toma como objeto a un sujeto un tanto particular, el ítalo-argentino Juan Rodolfo Wilcock: «El caso de Wilcock es en realidad extraordinario. De joven fue un excelente escritor argentino y, en su edad madura, un excelente escritor italiano». Cambiar de patria, cambiar de lengua, ¿cambiar de estilo? La paradoja, que no deja de ser un juego retórico, ilustra bien la problemática de «la lengua como patria»: ¿soy «yo y mi lengua», o «yo y mis circunstancias»? ¿Hay que escribir de acuerdo con el hic et nunc o con el ibi et tunc? Y, en todo caso, ese allí y entonces, ¿debe ser mi lugar de origen, debe ser entendido en sentido temporal, o qué? En algún lugar estará, aquí o allá, la respuesta…


hamarteîn eikòs anthrópous
Euripides

Tragedias mínimas

Si el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, entonces Daneri -el personaje de Trillo y Breccia que da nombre a Un tal Daneri (Doedytores, 2003)- es humano, muy humano o, incluso, demasiado humano pese a su origen literario. El título de la serie, en efecto, nos remite, por un lado, a Borges y al Carlos Argentino Daneri de su cuento «El aleph»; por otro, a Cortázar y al Lucas de su libro, un tanto inclasificable, Un tal Lucas. De los primeros, este tal Daneri tiene la iluminación momentánea, la ubicación espacial y moral y el haber visto todo, aun sin entenderlo del todo; de los segundos, la perfección coloquial, la desubicación natural y una vida marcadamente episódica.


Las historias contadas son realmente increíbles, uno de los puntos más altos de la historieta (breve) de todos los tiempos en cuanto a proyección y vueltas de tuerca; y, en más de un sentido, mejores que las de Mort Cinder, aunque sin duda muy diferentes. Primeramente, las historietas de Un tal Daneri parten de una concepción realista, pero no por eso menos idealizada, del mundo: la irrupción de lo fantástico se da tan sólo en el primer episodio y, tal como suele ocurrir en este género, dicha irrupción se podría interpretar de manera ambigua o como casualidad; eso muestra a las claras que, para Trillo y Breccia, el hombre es la medida de todas las cosas, más allá de que creamos o no en dios o en el destino. En segundo lugar, el protagonista es un (anti)héroe solitario en busca de compañía pero siempre solo, emparentado con aquel otro solitario empedernido en busca de historias, el Buscavidas, de la misma dupla creativa. Complejo en su simplicidad callada e indefinible como todo personaje que vista una gabardina (hay que pensar ahora en Perramus, sobre todo), Daneri era -en palabras de Trillo- «un pesado, tal vez de pasados gobiernos militares, tal vez del primer peronismo. A lo mejor, pensamos alguna vez, era un cana retirado a la fuerza porque mató a golpes a alguien. De detective tiene poco, es más bien un pesado con una suerte de moral». La violencia justiciera y las pocas luces (Daneri es un hombre gris en más de un sentido, e incluso en el dibujo de Breccia) caracterizan, entonces, al personaje, y sirven como metonimia de dos conceptos fundamentales para desentrañar el funcionamiento de los engranajes ocultos de esta maquinaria perfecta: exceso y error.


En el prólogo de Fernando García, de marcado corte borgeano tanto en el análisis cuanto en el título («trozos argentinos» era la manera de llamar a los fragmentos poéticos del aléphico Daneri), se deja ver un atisbo del ojo ciego de la trama secreta de estas ocho historias: «Dos temas neurálgicos recorren los suburbios de estas páginas: el designio predeterminado e inexorable y la muerta tan inmerecida como esperada». Esos son en realidad, digámoslo ya, dos temas neurálgicos de la tragedia. Después de leer las historias varias veces me puse a pensar en cuál sería el lazo o la unidad de todas ellas y vi que todos los personajes (sobre todo Daneri, pero no sólo él) se equivocaban: vi a un hombre (más de uno) que se defendía de su salvador, vi a una chica que era un monstruo, vi a un matón matar a otro que iba desarmado, vi a un viejo tratando de explicarle algo a otro viejo sin éxito, vi a una vieja no tan vieja que se quería morir, vi a una mujer increíble increíblemente despreciada, vi a un viejo boxeador perder el último jirón de juventud frente a un boxeador joven y pagado, y vi en todo eso a Trillo y Breccia, y temí que no hubiera en el mundo otra historieta capaz de sorprenderme. Pero vi también que esa serie de traspiés causaba el conflicto y desembocaba en el desenlace trágico de las narraciones. El error era el motor de estas máquinas paradójicamente perfectas. Ese era el punto secreto que unía estas ocho geniales miniaturas narrativas, el verdadero tema o, más que tema, motivo que recorre Un tal Daneri. Es decir: Daneri, sus errores.

Como reza el epígrafe de esta nota, «es natural que los hombres se equivoquen». Natural o verosímil, en realidad, ya que esos son los dos posibles valores de una palabra central en la concepción artística de todos los tiempos y de todos los lugares: eikós. Para una obra que, como esta, se encuentra anclada en el realismo, nada más creíble que el error, algo así como «el propio» aristotélico del verosímil, su característica esencial. Los personajes viven en el error, pero mueren en el error también. Las equivocaciones se dan por muy diversas razones: desconfianza, paranoia, superficialidad, miedo, rencor, incomprensión y falta de escrúpulos o de visión. Pero ahí están, omnipresentes y fatales, listas para postular una teoría o un dios de la pifia o, como quería Nietzsche, el mundo como error, un mundo que sin embargo podía ser profundo y maravilloso.

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