Estamos a mediados de 1990 y DC Comics se ve convulsionada por el abordaje de una “línea de cuatro” que cambiaría para siempre la historia de los comics: Alan Moore, Neil Gaiman, Grant Morrison y Peter Milligan. Swamp Thing renueva el género del horror y las criaturas ancestrales, Sandman irrumpe con una historia fantástica sofisticada, plena de referencias literarias y con ínfulas de culta, Animal Man se revuelca en la meta-historieta y los hilos que mueven la trama. ¿Y Shade, qué vendría a ser? Todo eso junto, envuelto en papel de faso con pizcas de comentario político, espíritu de época y aires de rebelión. Shade, the changing man es la crónica alucinada de un guionista británico desnudando el lado oscuro del “american way of life”, un road-comic que relata una versión alternativa de la realidad a través de una corriente anómala que algún día terminará por matarnos a todos: la locura.
En aquella época prehistórica de Vertigo, para las nuevas series es moneda corriente echar mano a lejanos personajes de corta vida editorial cuyas características estuviesen apenas sospechadas por los nuevos lectores. Shade era un superhéroe creado por Steve Ditko en su paso por la DC de los ’70, que llevaba en sus espaldas un puñado de números de su propia serie y una breve aparición junto al Suicide Squad. Milligan hace un bollito con gran parte de todo eso y convierte a Shade en un poeta pícaro y soñador que parte de su planeta natal (Meta) con un Chaleco de Locura (el Madness Vest, que en la versión de Ditko era el Miraco-Vest) que le permite modificar la realidad casi a su antojo. Cuando desembarca en la Tierra se encuentra que, por error, ha perdido su cuerpo en el camino y decide usurpar el cadáver de un condenado a muerte por masacrar a un matrimonio, segundos después de que lo sometan a la silla eléctrica. Allí conoce a Kathy George, la hija de la pareja asesinada, y juntos salen a combatir al American Scream, un espíritu que anda haciendo desastres en el Oeste yanki.
En su recorrida, Shade y Kathy terminarán por enamorarse e incorporarán a su viaje a Lenny, una chica bisexual que se convertirá en el personaje más interesante de la historia. En los momentos en que Shade se vuelve caprichoso e irritante y Kathy exaspera al lector con una candidez que enfurecería a la propia Heidi, ahí aparece Lenny con sus soluciones pragmáticas y su cinismo asesino para levantar los decibeles de la serie. Este triángulo tendrá sus desencuentros y reconciliaciones, y esos vaivenes serán en gran parte los que determinen el desarrollo de la serie hasta su cierre. En el medio, el trío se hará dueño de un hotel embrujado, Shade morirá y reencarnará varias veces (una de ellas, en el cuerpo de una mujer), hará un pacto con los ángeles para volver a la Tierra, será fagocitado por su lado oscuro (Hades) y tendrá un hijo que crecerá muy rápidamente y, también, vivirá un tiempo atrapado en el cuerpo de una mujer.
“Me gusta la idea del cambio. Me gusta la idea de la locura. Me gusta pensar en la locura como si se tratara de forzar un cambio. Locura. Oí una vez a alguien decir algo realmente bueno sobre los esquizofrénicos y la esquizofrenia: para mucha gente, la esquizofrenia es un colapso, pero ocasionalmente es todo un descubrimiento. Me gustó, en definitiva, la idea de que la locura pudiese suponer un descrubrimiento crucial”. Así hablaba Milligan sobre sus comienzos en la serie. Y es, sin duda, muy tentador sentarse a escribir con estos conceptos girando a tu alrededor. Al dar vida a un protagonista poeta embebido en la locura, parte de la propia locura y de la propia poesía del guionista se derrama sobre la obra. Algo que queda registrado en la profusión de textos plagados de metáforas bellísimas, imágenes verbales que se superponen a las dibujadas y disparan nuevos sentidos y sensaciones. Gracias a esta magnífica prosa, cada viñeta de Shade gana una profundidad poco habitual en el comic promedio y exige una intensidad mayor en su lectura, aún en las secuencias en las que la acción se ralentiza.
En ese sentido, el trabajo de Chris Bachalo en el dibujo es de una interpretación notable. A la claridad narrativa de las escenas en el “mundo real” -por llamarlo de alguna manera- se le contrapone la explosión creativa de las situaciones que transcurren en el Área de la Locura, con arriesgadas puestas en página, un desfile incesante de recursos estilísticos y un uso del color (a cargo de Daniel Vozzo) que desfía todos los límites. La estadía de 50 números de Bachalo cobra más valor frente a la labor de los siguientes dibujantes de la serie (Sean Phillips, Mark Buckingham, Michael Lark y Richard Case), correctos pero mucho más conservadores en su apuesta. Mención aparte merecen las portadas de Brendan McCarthy, verdaderos prodigios de la composición y el color que triunfan en la misión de condensar en un único lienzo todo el salvajismo que destila la historieta. Vale la pena echar una mirada al número 22 de la serie, dibujado en su totalidad por McCarthy.
Shade, the changing man concluye luego de 70 números -38 de ellos con el sello de Vertigo- con buena repercusión pero sin llegar nunca a ser un super-éxito. De hecho, las primeras reediciones en TPB se publican recién en 2009, trece años después del final de la serie. El personaje tiene algunas reapariciones esporádicas (casi siempre de la mano de Milligan), la última de ellas en la miniserie “Flashpoint”. Aún así, le ha alcanzado para erigirse como uno de los trabajos fundamentales y más representativos de la carrera del guionista británico.
Es probable que Shade le pida al lector una entrega mayor en comparación con otros comics, y que el surrealismo y la sensación de “vale todo” lo vuelva, por momentos, bastante árido de leer. Pero es probable, también, que no haya otra obra que elabore una reflexión más singular sobre la pesadilla (norte)americana. Una pintura ácida –en todo sentido- sobre el canto del cisne de un siglo que empezó prometiéndonos la felicidad y terminó por ofrececérnosla en varios colores, envuelta para regalo y a pagar en cómodas cuotas. Un comic para leer, pero también para enrollar y prender fuego. O, como cantaban los Beatles: “turn off your lights, relax and float down stream”.
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