Mi primer encuentro con Akira fue en el ‘93. Con 12 años de edad y habiéndome fascinado con series japonesas como Mazinger, Astroboy y varias más, era prácticamente imposible no verme seducido por ese tapa de VHS que respiraba cierta aspereza propia de los dibujos japoneses.

Akira a través del tiempo

06/10/2008

| Por Martín Fernández Cruz

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Típico poster de Akira


Mi primer encuentro con Akira fue en el ‘93. Con 12 años de edad y habiéndome fascinado con series japonesas como Mazinger, Astroboy y varias más, era prácticamente imposible no verme seducido por ese tapa de VHS que respiraba cierta aspereza propia de los dibujos japoneses (que en esa época eran mucho mas encantadoras que en la actualidad); sentía que esa tapa, de alguna manera, me estaba provocando.

Verla solo un sábado por la noche fue una experiencia de esas que a uno lo marcan y, aún hoy, a 15 años de ese primer encuentro, sigo encontrando a esta película igual de perfecta y perturbable (aunque debo decir que esa noche tuve que verla dos veces, ya que la primera vuelta no dejaba de sentirme impactado por su nivel de animación, que no me permitió en absoluto concentrarme en la trama).

Es interesante como Kaneda, a través de todas las veces que lo vi, fue creciendo conmigo. Es imposible pensar que ahora, con 26 años, pueda ver en la película lo mismo que veía cuando tenía 12. Mi mirada fue renovando y mutando, y Kaneda y todos los personajes que pueblan ese universo que también muta constantemente, se mantuvieron muy cerca de mí. Cuando era chico veía en Akira una obra de ciencia ficción que poseía un estilo de animación y de cine que me forjó, un gusto que hoy en día sigue haciendo eco; era para mí una película que le contestaba desaforadamente a gran parte de la animación americana que nos consideraba unos idiotas.

Ya un poco más grande, durante mi temprana adolescencia, veía en este film a un perfecto héroe que hacía gala de una destreza que inevitablemente admiraba. Años más tarde noté algo que me había pasado completamente desapercibido: el nivel de amor que se profesan todos los personajes. Las dos historias amorosas eje en la película (Kay/Kaneda y Tetsuo/Kaori) son el centro: una significa el comienzo de un universo, y la otra el fin.

En la actualidad, y habiendo terminado de verla hace pocos minutos, me doy cuenta de que la ciencia ficción es sólo una excusa, que los héroes no son tan perfectos (tienen muchas fallas que no intentan superar, sino que conviven con ellas, y eso los hace mas admirables aún), y que no sólo el amor es el eje, sino cualquier tipo relación emocional que pueda entablarse entre seres humanos. Todas las miradas que tuve sobre esta película fueron dando forma al pensamiento que hoy tengo sobre ella. Akira es una película que se va construyendo de a poco y con el paso del tiempo, y sobre la cual uno va agregando matices a medida que va creciendo y cambiando el foco en el que creía que se apoyaba la historia. Lo cierto es que hoy me resulta una historia mucho más compleja, con infinidad de detalles que la transforman en una pieza que pide ser vista varias veces. Pero lo cierto es que el director, Katsuhiro Otomo, encuentra en esta galería de personajes (ultra reducida si uno la compara a la historieta en la que se basa), todas las emociones básicas por la cual un ser humano rige su vida: amor, odio, rencor, felicidad, etc., y esa mirada es atravesada por una sociedad de la cual sólo quedan fragmentos y que busca desesperadamente un elemento que la reconstituya como tal.


Un pequeño retazo de Neo-Tokio


Este núcleo social partido y dentro del cuál nuestros protagonistas se mantienen alejados (ya sea porque no les interesa formar parte o porque están en desacuerdo con la misma e intentan reformarla), da señales de violencia constante. Vivir en Neo-Tokio es una pesadilla (resulta inevitable pensar que todas las grandes ciudades están dirigiéndose a ese estilo de vida); los episodios violentos pueden sorprender al ciudadano “común” en cualquier momento, los tiroteos en cualquier zona son moneda corriente y las manifestaciones religiosas que buscan a un Dios atestan la ciudad.

Según cuenta la película, este Akira es considerado un Dios que, de volver a aparecer entre los hombres, restituiría la paz (o por lo menos unificaría a la sociedad toda detrás de un mismo propósito). Pero Akira no aparece, y en su lugar lo hace el joven Tetsuo, un adolescente que formaba parte de una pandilla de motociclistas y que, aparentemente, era el boludo del grupo: lo querían, pero igual lo desvalorizaban.

Cuando Tetsuo cae en mano de los científicos y descubren que posee un poder dormido, despiertan estas capacidades en el joven, que decide vengarse de todos los que antes le “dirigían la vida” (entiéndase su antiguo grupo). En Tetsuo nace una ira desmedida que se focaliza principalmente en Kaneda, el líder de la banda con el que se sentía en inferioridad de condiciones. Todo queda al margen y lo único que importa es el duelo entre estos antiguos camaradas, que parecían amigos pero que ahora se odian a muerte.

Esta idea, y como la película los va preparando para el enfrentamiento final, remite indefectiblemente a un modelo básico de western, donde los personajes se definían siempre a través de sus diferencias. Pero antes de que Tetsuo fuera una deformación de superhéroe (capa incluida) y de que Kaneda fuera un “pistolero”, ellos fueron grandes amigos y ambos lo saben. La ruptura de ese vínculo es sólo pasajera, es como si una rivalidad que al principio era un juego se les hubiera ido de las manos. En el final, cuando Kaneda advierte que Tetsuo está agonizando, no lo remata, sino que lo ayuda arriesgando su propia vida (minutos antes, un Tetsuo fuera de control le pediría a Kaneda, entre sollozos, que por favor lo ayude). Kaneda se sumerge en ese pequeño Big Bang que concreta Tetsuo realizando así un último acto de confraternidad. De esa manera lo vuelve a conocer, para despedirlo para siempre por lo que es y no por lo que había sido durante sus últimos días, porque la esencia de Tetsuo estaba allí. Y él también se despide de Kaneda, pero no tanto, porque de alguna manera se fusiona con su amigo al que, a pesar de guardarle cierto rencor, había admirado desde su infancia.

Otomo con esta película plasmó de la mejor manera los temas que siempre le interesaron y que se volvieron habitué en toda su obra, tanto en su faceta de director como en la de historietista: la muerte y el renacimiento de una sociedad y cómo es la etapa de transición entre ambos momentos, la responsabilidad de un joven que no cuenta con una familia en la que apoyarse y que debe buscarla en otro ámbito, el uso de la tecnología aplicada a la guerra, y qué papel juegan dentro de una ciudad los que tienen poder de decisión como para modificarla a su gusto. El Coronel, junto con Nezu, son los únicos personajes con poder dentro del film. El primero es uno de los personajes más interesantes y románticos de la película, un hombre dispuesto a morir por la causa en la que cree.

Akira ya tiene 18 años, y es asombroso el nivel de vigencia que posee. Es una de esas piezas clave que con el correr de los años, como Mafalda, pareciera vaticinar cuáles serán los grandes problemas de los que la humanidad nunca podrá deshacerse. Y aunque la película es de una amargura casi insoportable, es un gran alivio pensar que, a pesar de que existan grandes rivalidades siempre, uno suele estar mucho menos solo de lo que sospecha.

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