Para cerrar el Siglo XX y luego de 11 años, en 1998 Daniel Torres vuelve a realizar una obra larga: El Ángel de Notre-Dame. A diferencia de todos sus trabajos anteriores (excepto Sabotaje), esta historia no fue serializada, sino directamente publicada en el formato álbum. En sus cerca de 90 páginas, narra una historia de viajes espacio-temporales mezclada con imperios y dinastías. Podemos encontrar un poco de todo aquí: paralelismos con la revolución rusa, afición por Stephen Hawking, homenajes a Goya, piratas espaciales y un estilo de dibujo bastante cambiado. Con una similitud mucho mayor Mike Mignola o a Tony Harris en Starman, las líneas se agruesan y el uso de negros se incrementa. Ya no veremos más colores rimbombantes y todo tendrá un aire más lúgubre, a tono con el argumento y el clima que busca generar.

Se nota que Torres quería experimentar y crear una historia épica pero dentro de un universo en el cual se siente cómodo, como el retro-futurismo. En este caso, una mezcla del Siglo XIX con los asuntos galácticos. En mayor o menor medida, es una historia entretenida y disfrutable, pero lejos está de sus puntos más altos en Roco Vargas o de algunas de sus historias cortas. De cualquier manera, se nota que el autor estaba tomando impulso para toda la magia que destilara en el próximo siglo.
Roco Vargas: reinventar un clásico
Muy atrás habían quedado los años de la revista Cairo, y Daniel Torres ya era un ídolo en el olimpo de los artistas españoles. Su consagración no sólo era europea sino mundial. Su trabajo se publicaba en todos los rincones del mundo, y su nombre era sinónimo de la nueva línea clara. Hasta se había dado el lujo de cautivar al público más joven con las aventuras del dinosaurio Tom. Sin embargo, todos se hacían la misma pregunta ¿Y ahora qué?
Con el comienzo del nuevo milenio, y trece años más tarde, Torres retoma a su personaje más famoso y lanza El bosque oscuro, lo que sería la primera instancia en un nuevo arco argumental de Roco Vargas.

La historia se sitúa apenas unos meses después de la última aparición de nuestro Adonis, y retoma tanto sus aventuras de escritor de novelas de ciencia ficción como de héroe intergaláctico. Como en sus primeros álbumes, Roco se verá inmiscuido en conspiraciones de manera casi accidental, y será su rol salvar a la galaxia. Quizás a diferencia de las historias de los ´80 (exceptuando La estrella lejana), el argumento está más enfocado en la ciencia ficción que en las aventuras per se, y esta vez Torres juega mucho con el concepto de las computadoras y la inteligencia artificial. Se nota una muy clara influencia de la obra de Isaac Asimov y Arthur C. Clarke en el argumento, utilizada de manera muy provechosa para hacernos preguntar quién domina a quién. Al igual que en Tritón, este álbum puede leerse por sí solo y no se siente como una primera parte de una gran historia.
Es posible que Torres no estuviese totalmente seguro de volver a Roco Vargas, y estuviera tanteando cómo era la recepción por parte de los lectores o si él se sentía a gusto otra vez en este personaje, antes de aventurarse en una epopeya de mayor extensión.
Con respecto al dibujo, estamos ante un autor mucho más maduro. Se nota que las líneas son más suaves y muchísimo menos cargadas. Ya no veremos esos fondos repletos de personajes, esa cinética constante a la cual nos tenía acostumbrados, con colores estridentes y personajes angulosos. Esta vez la paleta está más apagada, y ese cambio se siente bastante en la velocidad de la historia.

Luego de una breve pausa de cuatro años, llega el segundo álbum, El juego de los dioses. Por primera vez (o al menos, es la primera vez que lo documenta), Torres no será el dibujante integral de su obra. Las tintas y el color vendrán de la mano de Paco Cavero y su asistente Angel Louzao. Se nota la presencia de estos artistas adicionales, ya que el trazo ahora pareciera más computarizado y -salvando las distancias- se aprecia una estética similar a la de Chris Ware, con puestas en página un tanto más esquematizadas y menos naturales.
En sintonía con la trama del álbum anterior, Roco se sumerge más en el mundo de la robótica y las inteligencias artificiales, y poco a poco nos enteramos de que los androides son utilizados prácticamente como esclavos por los humanos. A su vez, comienza a haber crímenes de odio contra los mismos a causa de sectas anti-robóticas. El dilema moral y el estudio de la sociedad son los nuevos objetos de trabajo de Torres, y la ciencia ficción es el medio para relatar sus reflexiones. De manera muy sutil, el autor siembra el terreno, y el lector se adentra en conflictos muy interesantes y debates morales que lo son aún más, con las leyes de la robótica de Asimov como pilar fundamental de todo el argumento.
Y así, tan solo un año más tarde, en el 2005 aparece Paseando con monstruos. La calidad del argumento y los diálogos de este libro es simplemente superlativa. Viejos personajes vuelven a las andadas, y se suman a los ya introducidos en los dos álbumes anteriores. Pero aquí la clave de todo es Dry Martini, el nuevo co-protagonista de la historia. No voy a entrar en detalles para no revelar conceptos claves del argumento, pero desde que el mismo se introduce y hasta la última página, vamos a deleitarnos con diálogos increíbles y reflexiones de una profundidad pocas veces vistas en este autor. Vamos a llegar a la última página deseosos de más revelaciones, y por suerte las mismas no se hicieron esperar, porque en el 2006 llegaría La balada de Dry Martini.

Lo que la Estrella Lejana significó para Roco Vargas en los años ´80, La balada de Dry Martini lo es en los 2000. Una obra maestra, un cierre cinematográfico para las aventuras de Roco Vargas, que ya abandona el plano James Bondesco y de la ciencia ficción, y se mete de lleno en un terreno filosófico. Torres está prendido fuego en el dibujo y nos incendia las pupilas con su hermosa narrativa. Si hasta ese momento alguien todavía ponía en duda la vigencia de este personaje, este álbum barre cualquier sospecha de refrito y nos llena de aire fresco los pulmones. Una vez más, el autor nos demuestra que maneja con maestría absoluta el cierre de sus historias, y a pesar de ser un final agridulce, no puede haber otra respuesta más que agradecimiento infinito por semejante labor.

(el lunes, una nueva entrega)
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