Octava entrega de esta mega nota, y ya van quedando pocas obras por recorrer. Y claro, ahí empiezan a pesar las que quedaron afuera del listado, las que nos miran desde la biblioteca como amantes despechadas, esas que nos dicen “No te olvides de mí, que te hice feliz aquella noche”.

LOS 100 COMICS DE LA DECADA (Parte 8)

02/11/2009

| Por Javier Hildebrandt

39 comentarios

Octava entrega de esta mega nota, y ya van quedando pocas obras por recorrer. Y claro, ahí empiezan a pesar las que quedaron afuera del listado, las que nos miran desde la biblioteca como amantes despechadas, esas que nos dicen “No te olvides de mí, que te hice feliz aquella noche”.
Y la verdad es que no nos olvidamos, simplemente hay tantas, que no nos entraron todas. Y encima todos los meses sale algo nuevo que nos fisura la croqueta y nos hace gritar cuando terminamos de leerlo “Esto va de una a los 100 Comics de la Década!”.
Imposible, no hay lugar en el Olimpo para tantas joyas. Pero bueno, en vez de lamentarnos, festejemos que hay mucho, muy bueno y muy diverso. Esta vez repasamos algunas de las papongas más selectas generadas por autores de Argentina, España, Estados Unidos, Francia, Irán, Japón y el Reino Unido, todo material indispensable para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Sí, señora, ya le doy…


A DRIFTING LIFE. De Yoshihiro Tatsumi.

Por Andrés Accorsi.

Uno de los lanzamientos fundamentales de 2009 fue, sin dudas, este impresionante volumen de más de 800 páginas en las que Yoshihiro Tatsumi, el padrino del gekiga, trabajó durante más de 10 años. Acostumbrado a contarnos la vida de gente gris y fracasada, Tatsumi ahora se centra en contarnos su propia historia, en un recorrido pormenorizado entre 1945 (cuando descubrió el manga con tan sólo 10 añitos) y 1960, cuando ya era un autor consagrado, requerido por numerosas editoriales y líder de la corriente conocida como Gekiga. Con la crudeza y la sensibilidad de siempre, Tatsumi retrata detalles de su relación con sus padres, con su hermano, con el maestro Tezuka, con los editores y con sus amigos (y a veces rivales) Masahiko Matsumoto y Takao Saito. Y como si esto fuera poco, nos mete de lleno en la época, con hermosas viñetas que cuentan los eventos más importantes de la historia de Japón durante esos años.

A Drifting Life es un documento histórico, fundamental para cualquier fan del manga, especialmente apasionante para los que vibramos con el gekiga. Una obra pasional, comprometida, en la que ese autor al que descubrimos a principios de los ´80 en las páginas de El Víbora se juega entero para poner en claro quién es, de dónde viene y por qué hizo lo que hizo en las seis décadas que abarca su (aún vigente) carrera como mangaka profesional. Merecido tributo a la colosal chapa del maestro Tatsumi, la obra se editó casi simultáneamente en Japón, Francia, Canadá y España, para que mucha más gente pueda disfrutarla.


ARRUGAS. De Paco Roca.

Por Diego Accorsi.

Para estar entre los 100 mejores cómics de la década no basta con contar una muy buena aventura, que nos impacte y nos deje pensando, que nos entretenga y nos sorprenda. Hace falta más. Hace falta un algo extra que traiga aire fresco al medio, que amplíe esa gigantísima puerta que es el campo de juego del Noveno Arte, que nos enorgullezca de ser comiqueros, que nos transmita sensaciones únicas y poderosas; que uno termine de leerlo y quiera más, pero a la vez sienta que es un final perfecto. Y todo eso me pasó con Arrugas, del –para mí, hasta ese entonces,- desconocido Paco Roca. Este español (autor también de Gog, El Juego Lúgubre, El faro e Hijos de la Alhambra) cuenta en menos de 100 páginas (lujosamente editadas por Astiberri en 2007) la historia de Emilio, un ex bancario que es “depositado” por su hijo en un asilo de ancianos. Los personajes que pueblan un mundo en ocaso, en paulatina degradación mental, al margen de una sociedad que ya no los necesita –y a la cual molestan, por su necesidad de cuidados- es un mosaico de enfermedades, anécdotas, temperamentos y sueños. Emilio trata de luchar contra un Alzheimer galopante que lo va aislando de la realidad, ayudado por Miguel, su compañero de habitación que conoce a todos y sabe cómo sacarles guita a todos.

Los dibujos de Roca son simples pero precisos y preciosos. Geniales, cuando hace falta. Pero lo que lleva a este comic más allá es una historia humana y profunda, fantásticamente realista y llena de sentimientos, con sabor a final inevitable. Y el saber que tarde o temprano, todos seguiremos los pasos de Emilio, Miguel, o alguno de los otros viejitos del asilo. Si tenemos suerte.


DAREDEVIL. De Brian Michael Bendis, Ed Brubaker y otros.

Por Amadeo Gandolfo.

Si hay un concepto que forma parte del núcleo duro del comic superheroico es la identidad dual. ¿Qué pasa entonces cuando un talentoso escritor la pone en duda? Una respuesta posible son los casi 100 números de Daredevil de Bendis y Brubaker. Ayuda, claro, que DD sea un héroe muy cercano a lo humano y que Bendis convierta al comic en noir puro y duro, en donde no existen los poderes cósmicos, todo es sucio y nadie está exento de culpa. Y también, mucho, los dibujos de Alex Maleev, puro rayones, manchas y caras compungidas que parecen suspendidos en el tiempo.

El descenso se inicia de manera ridícula: un criminal menor le da la identidad de Daredevil a un posible contrincante del Kingpin y este la hace pública. A partir de ahí se inicia una larguísima saga que extrae su jugo de la complicada relación entre Justicia y Ley, el sustrato de DD. Y a lo largo de la misma, todo se revela frágil, inestable, una espiral descendente para Matt Murdock a la que arrastra a sus amigos, amores y colegas para intentar proteger (cruzando cada vez más líneas) la mentira básica de su existencia.

De más está decir que nada termina demasiado bien y que Brubaker debe, en un acto de prestidigitación, resolver el espantoso status quo en que lo deja Bendis a la vez que contar su historia. Lo cual logra con un rescate de personajes olvidados, ayudado por los dibujos magistrales de Michael Lark, y profundizando la caída de DD, hasta resolver el nudo gordiano de Bendis (¿justicia o vigilantismo?) con un salto al vacío que pone al héroe ciego en un lugar radicalmente nuevo y demuestra que siempre tendrá grandes guionistas.


DAVID BORING. De Daniel Clowes.

Por Andrés Accorsi.

David Boring se inició en 1998 y terminó (y se recopiló) en 2000. No sólo es una obra-bisagra entre dos milenios. También en la carrera del increíble Daniel Clowes. Después del delirio davidlyncheano de Like a Velvet Glove Cast in Iron, donde pasaban miles de cosas y casi nada tenía explicación, y después de la cuasi-sit-com de Ghost World, donde todo se analiza y se razona pero no pasa casi nada, con David Boring llega el equilibrio. Diálogos inolvidables, personajes creíbles (lo único inverosímil es cómo David se levanta tantas minas en tan poco tiempo), situaciones cotidianas, y a la vez momentos de extrema tensión, escenas de acción y, por supuesto, rayes y desviaciones bastante retorcidos, todo en las mismas 116 páginas.

Tanta intensidad psicológica, tanto personaje tridimensional, tantas relaciones humanas apasionantes, logran por momentos distraernos de las proezas gráficas de Clowes, que no por ser costumbre deberían asombrarnos menos. Lo que hace esta bestia en materia de dibujo y de narrativa desafía todos los límites. Nunca antes había logrado estos climas, esta cadencia exasperante, esas secuencias oníricas, esa facilidad para que la gente normal interactúe con lo bizarro como si nada.

Obsesiones con el sexo, con las películas y hasta con un comic (único eslabón que lo une con un padre ausente y rodeado de misterio) van llevando al frío, cínico y desapasionado David Boring por un laberinto que conduce a la tragedia. Y al final, otro impacto, otro volantazo inesperado, nos recuerda que en las historietas de Clowes lo obvio está prohibido. Genialidad pura.


EL GATO DEL RABINO. De Joann Sfar.
Por Fede Velasco

Si a cualquiera le dicen que existe una historieta genial que parte de la premisa de que un gato, cansado de los alaridos que pega un loro, se lo morfa y a partir de ahí empieza a hablar, va a pensar que uno es un pelotudo y se engancha con cualquier gilada.
Ahora si aclaramos que el autor de esta historieta es Joann Sfar, la cosa empieza a tomar otro color. Pero cabe ir un poco mas allá y explicar que este punto de partida se usa para reflexionar sobre temas como la religión, el amor, la amistad, la vejez, la familia y muchísimos otros. Todo desde el punto de vista del gato, que es el que lleva la voz cantante e interpreta las cosas a su manera, y lo que es peor (para la gente que lo rodea) no tiene reparos en decirlo, por lo menos al principio. Pero claro, una vez incorporado el hábito del habla, el gato comienza a “humanizarse”, a soñar y a darse cuenta que no siempre está bien visto decir lo que uno piensa. ¿Pero entonces la solución es callarse? Sobre esto también reflexiona el gato (¿o debería decir Sfar?) a lo largo de los cinco tomos que conforman la serie hasta el momento.

Y si siguen sin darnos pelota, podemos comentar un poquito sobre el dibujo, esa cosa casi de garabato y hasta se podría decir mal dibujado, que tiene el autor y que tiñe a la obra con una atmósfera particular y única, que nos remite sin dudas a esa zona de Argelia en donde arranca la historia, que después se disparara para regiones más pintorescas como Paris o África.
Después de todo esto, quizás dejemos de sonar como pelotudos y nos crean que estamos recomendando una autentica joya. ¿No?


FABLES. De Bill Willingham, Mark Buckingham y otros.

Por Amadeo Gandolfo.

En algún momento de 2002, cuando el sello Vertigo pasaba uno de sus peores momentos, un autor de cuarta les propuso una idea: ¿Qué pasaría si los protagonistas de los cuentos de hadas clásicos viviesen en Nueva York, años después de sus aventuras, expulsados de su mundo por alguien a quien sólo conocemos como El Adversario? Los editores, quizás desesperados, dieron luz verde y hoy, siete años después, Fables es lo más cercano a un nuevo Sandman que podrían haber soñado. Una franquicia vendedora y con posibilidades de expansión casi ilimitadas.

Lo que la vuelve algo interesante es que Bill Willingham, su creador y guionista, entendió algo fundamental desde el principio: los personajes de cuentos son circulares, sus historias son contadas y siempre se los abandona en el mismo punto. Frente a esto, se largó en la dirección opuesta: expansión, evolución, cambio. Así, el status quo cambia contínuamente, mientras que personajes como el Bigby Wolf desafían nuestras expectativas desde el principio. Después de todo, sólo conocíamos una porción infinitesimal de su vida, una viñeta en loop. Willingham le encontró la cuadratura al círculo de la continuidad, se saltó las limitaciones de los superhéroes usando personajes casi tan icónicos. Los dibujos de Buckingham (con invitadazos como Mike Allred y P. Craig Russell), por su parte, son de lo mejor de su carrera, con guardas que recuerdan a libros infantiles, fondos detallados, personajes de caras redondeadas y expresiones gráciles y storytelling limpísimo.

Willingham y compañía construyen un universo sobre unos cuantos arquetipos, un acto alquímico para sacarse el sombrero.


LA BURBUJA DE BERTOLD. De Diego Agrimbau y Gabriel Ippóliti.

Por Javier Mora Bordel.

La Patagonia ucrónica, concebida en la mente de Agrimbau e Ippóliti, centra su atención en una revisión formal del arte y sus modelos. Una mirada oblicua que trata de encontrar el camino en un universo delirante, cáustico –lamentablemente no tan remoto- donde lo sentimental, lo meramente humano, ha dejado paso a procesos convencionales de creación e interpretación de la mera obra artística en cualquiera de sus formas. La libertad creativa y de expresión deja paso a un conjunto de fórmulas estándar degradadas a simples reglas de manipulación de masas, estrictos ejercicios fruto de modelos totalitarios de diversa índole social, política o cultural.

El universo de ficción se presenta así como un mecanismo de represión más al servicio de una minoría de poder. Deja de ser la isla salvadora del individuo frente al mundo ruin (colectivo) que la rodea, el túnel de escape al paraíso de las formas esenciales. La torre de marfil cae rota en mil pedazos presa de su propia falta de solidez; la recurrente metáfora modernista es así abandonada a su suerte. Ningún movimiento, ninguna expresión sirven como respuesta: el ser humano ha perdido su capacidad de comunicación, su afán por mostrar abiertamente la riqueza de su propio intelecto. Lo artístico se presenta como un irremediable símbolo de lo recurrente.

El viaje iniciático adquiere, de este modo, una importancia capital más allá de la mera supervivencia. El deambular de Lorenzo por tierras y mares extraños, es el de nuestra propia búsqueda interior, ese reducto inalcanzable dentro de los delirios de una sociedad claramente deshumanizada pero, por desgracia, no tan distante. La advertencia de este futuro ingrato se hace, así, presente.


PERSEPOLIS. De Marjane Satrapi.

Por Hernán Martignone.

La guerra es cosa de hombres, le decía Héctor a Andrómaca en La Ilíada cuando la mujer quería aconsejarlo sobre asuntos bélicos. Pero mujeres y guerra, desde las Troyanas de Eurípides hasta Juana de Arco, estuvieron siempre relacionadas. Marjane Satrapi cuenta en Persépolis (2000) su vida de mujer-niña iraní en el contexto de la guerra entre Irán e Irak, con terribles escenas de bombardeos que ponen la piel de gallina, además de cuestiones culturales y religiosas como la imposición del velo y de la pérdida de las libertades individuales en su país natal.

Nacida en una familia progresista, Marjane tendrá una educación laica en el Liceo Francés y emigrará a Suiza, en una seguidilla de sufrimientos, separaciones y pérdidas del hogar contadas de manera sutil, sentida, definitiva. El dibujo un tanto naif, seguido a rajatabla en la imperdible versión animada de la historieta, acompaña a la perfección ese anecdotario tremendo, e increíblemente gracioso por momentos, de una vida y de un país en ruinas.

Desde la primera escena, con una serie de chistes sobre el uso del velo, Persépolis nos lleva a voluntad por el tiempo y el espacio del acontecer de Marjane y de diversos personajes (básicamente su familia) para pintar un fresco inolvidable de una época y de unas costumbres que no son todo lo familiares que deberían para el mundo occidental. Historieta de perspectiva femenina que no se queda en eso, Persépolis cuenta todo lo que tiene que contar (el amor, el horror), como lo hacen sin excepción las grandes obras.


THE GOON. De Eric Powell.

Por Andrea Vega.

Un gran comic no necesita ser intelectual. Tampoco necesita hacernos cuestionar nuestra percepción del mundo, ni desafiarnos con complejas líneas argumentales o comentarios sociopolíticos. En The Goon, Eric Powell nos ofrece una extraña amalgama de pulp fiction, viejas películas clase B, y terror heredado de la E.C. Comics, todo presentado con un retorcido sentido del humor e ingeniosos diálogos. La receta es simple. Lograr que de todo eso salga un verdadero manjar, no tanto.

The Goon es un enorme matón al servicio de un gangster llamado Labrazio (a quien nadie ha visto en mucho tiempo, y se cree está muerto). Junto a su compañero Frankie, trabaja para mantener el orden entre los residentes de su ciudad y lucha contra los intentos del Cura Zombie por tomar el poder. El comic está repleto de detalles exagerados y gags visuales que le dan vida a este particular mundo, cuya galería de villanos incluye zombies, vampiros, robots, hombres lobo y gigantescas ratas. El arte de Powell –que recuerda mucho a los primeros comics de MAD- captura perfectamente el lunatismo exacerbado que ocurre casi en cada página. Los personajes de Franky y The Goon no son particularmente agradables, pero sin duda son entretenidos, leales el uno hacia el otro, y algo sombríos. Pero lo que evita que la serie se vuelva repetitiva es la voluntad de Powell de llevarla hacia rumbos inesperados todo el tiempo; de hecho, desde el lanzamiento de Chinatown (la magnífica novela gráfica de 2007), la historia parece estar evolucionando hacia algo más dramático. No cabe duda de que aquí todo puede suceder.

The Goon ha renovado mi fe en que todavía quedan tesoros por descubrir entre pilas y pilas de títulos mediocre


WANTED. De Mark Millar y J.G. Jones.
Por Martín Fernandez Cruz.

Hoy una amiga me decía que el mérito de Dr. House es lograr que el espectador, en algún punto de la serie, logre cierta empatía con el cretino del protagonista. Pues en Wanted (2004) sucede algo parecido: increíblemente nos identificamos con ese hijo de puta. Y aunque hay un error canchero y grosero como el querer hacernos creer que un mediocre puede ser de la noche a la mañana un asesino inescrupuloso (me cago en la psicología), la verdadera historia tiene su ancla en la vuelta de tuerca que Millar le da al género superheroico.

Un género que (lo vemos en varios comics de este listado) pelea constantemente por salir del estancamiento, y Millar con Wanted pone su granito de arena. Nos trae a los villanos a nuestro mundo, nos rodea de ellos y nos convence de que realmente hubo en algún momento superhéroes, que desgraciadamente perdieron. Nos comemos la historia y, como nos la creemos desde la página 0, pronto la consideramos una obra maestra del Noveno Arte. Y cuando falta poco para cerrar el libro, tapados con ese placer cuasi orgásmico que desprende un libro asi de intenso, Wesley nos dice que somos unos pobres diablos, y que justamente esta lectura nos tiene que servir para salir a la calle, para coger, para pelear, para hacer algo REAL con nuestras vidas, porque lo cierto es que este comic es un montón de nada: y tiene razón, ver no es sentir, esa es la idea. Así, la identificación que construimos al principio explota en la última viñeta.

La idea es terriblemente cierta: hay que leer menos y vivir más. Claro que nunca nos vomitaron una verdad tan amarga de una forma tan fabulosa. Si no entendimos esto tan elemental, el comic no sirvió de nada. Queda en cada uno darle, o no, tal sentido. Y cuando hacemos otra cosa que no sea leer pasivamente probables vidas ajenas, ahí es cuando Wanted explota.

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