En otras circunstancias, no sería tarea sencilla recomendarles una película de ritmo lento, con una discreta calidad de animación y un diseño de personajes poco llamativo, con numerosas referencias culturales que resultarán ajenas para la mayoría, donde los espectadores más jóvenes difícilmente se identificarán con el personaje principal, y donde, en general, pasan muchas cosas pero no existe un argumento real.

Omohide Poro Poro

14/10/2009

| Por Andrea Vega

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En otras circunstancias, no sería tarea sencilla recomendarles una película de ritmo lento, con una discreta calidad de animación y un diseño de personajes poco llamativo, con numerosas referencias culturales que resultarán ajenas para la mayoría, donde los espectadores más jóvenes difícilmente se identificarán con el personaje principal, y donde, en general, pasan muchas cosas pero no existe un argumento real. Por otro lado, si les digo también que el padre de la criatura es el maestro Isao Takahata, probablemente consiga que le presten atención a una película que en principio pasarían por alto.

En 1968, Takahata dirigió su única película de fantasía, Horus el príncipe del sol, donde también trabajó Hayao Miyazaki. A partir de ahí, las carreras de ambos directores tomaron rumbos diferentes. Mientras Miyazaki se enamoró de las aventuras y la fantasía, Takahata fue en la dirección opuesta, hacia el realismo. Omohide Poro Poro (1991) es la película que mejor reúne los rasgos y destrezas que Takahata desarrolló en la década del ‘70, cuando revolucionó la animación de Japón con su ciclo “Obras Maestras Mundiales”, que presentara versiones televisivas de Heidi y Ana de las Tejas Verdes, y luego en 1982, con Goshu el cellista.

La historia tiene como protagonista a Taeko Okajima, una oficinista soltera e introvertida de 27 años. Cuando comienzan sus vacaciones, no elige visitar a sus familiares directos, sino a la familia de su cuñado, quienes viven en el campo. Taeko está perdida emocionalmente, aunque parece no darse cuenta. Al emprender su viaje, su historia presente se entrelaza con recuerdos de su infancia y, a través de ellos, varios aspectos de su vida personal son revelados. Lentamente nos damos cuenta de que la vida de Taeko ha sido moldeada por fuerzas ajenas a su voluntad y que ella ahora es el producto de un estilo de vida estable y sin sobresaltos, pero también sin satisfacciones. Aún así, la niña precoz y curiosa todavía vive en su interior, y a medida que sus vacaciones campestres van pasando, observamos un proceso de curación que comienza a tomar lugar. Tanto el guión como la caracterización de Taeko en su infancia están basados en un manga de Hotaru Okamoto y Yuko Tone, publicado en español por la editorial Dolmen; a partir de esa historia, Takahata moldeó la otra parte de la película, es decir, el presente y su relación con la infancia de la protagonista.


Uno de los rasgos que más me gustan de este director es su capacidad para conmovernos sin recurrir a golpes bajos ni manipular emociones; al igual que en La tumba de las luciérnagas, la historia está narrada con gran sobriedad. No es un melodrama, pero tampoco nos presenta una visión idealizada de la infancia. La película contiene una sucesión de momentos aparentemente insignificantes pero que con toda seguridad son importantes para los personajes. Taeko no vivirá grandes aventuras, sino que pasa sus días como cualquier chico: va a la escuela, pasa tiempo con sus amigos, tiene que someterse a reglas absurdas y hasta arbitrarias impuestas por sus mayores, siente que sus vacaciones son una larga tortura cuando no tiene nada que hacer ni nadie con quien jugar, sufre las odiosas comparaciones con sus hermanas mayores y –gracias a su familia- siente que un fracaso académico implica que algo malo ocurre con ella. Y sobre todo, empieza a descubrir que la vida le dará tanto penas como alegrías. Takahata comprende perfectamente que muchos eventos triviales para el adulto adquieren una tremenda importancia a los ojos de un niño; es así que, por ejemplo, podemos sentir en carne propia la decepción de Taeko ante la enorme expectativa que le crea la posibilidad de comer ananá fresco (una fruta exótica en ese entonces), sólo para descubrir que no era tan bueno como esperaba.


Las escenas del pasado están ubicadas en 1966, cuando Taeko tenía diez años, y están narradas con cierta comicidad y un punzante ojo observador. Sin duda, uno de los mejores rasgos de Takahata es su habilidad para llevarnos dentro de la cabeza de sus personajes a medida que su imaginación comienza a volar. Esta característica es lo que hizo de su versión de Ana de las tejas verdes tan memorable. Una de mis partes favoritas es aquella donde Taeko, luego de encontrarse con su primer amor, desafía la gravedad y corre flotando a través de un cielo de color rojizo; la secuencia termina con la chica planeando lentamente sobre su cama hasta posarse en ella, y sigue con un plano de su casa vista desde afuera donde se ve un corazón gigante saliendo de la ventana. Otro de los mejores momentos de la película tiene que ver con la pubertad emergente de las chicas y las ingenuas charlas acerca de la menstruación, y resulta hilarante la parte donde uno de los muchachos se aleja horrorizado porque cree que el período es contagioso. La parte que relata la corta incursión de Taeko en la actuación y el interés que despierta en un importante grupo teatral local también está brillantemente realizada, y el final de la secuencia es una obra maestra de la edición y el montaje que usa como fondo un popular show para niños llamado Hyokkori Hyoutan Jima. Todos estos flashbacks tienen una estética particular, con tonalidades más claras, imágenes algo difusas, y detalles y colores esfumándose hacia los bordes de la pantalla, casi como si se tratara de ilustraciones sacadas de un libro de cuentos infantiles.


Por el contrario, la otra parte de la película –la historia ubicada en el presente- cambia la nostalgia difusa por colores más llamativos y luminosos, drama familiar, y un meticuloso realismo. Taeko llega a la prefectura de Yamagata después de un largo viaje en tren y comienza a ayudar a sus parientes políticos en la recolección de cártamo, una flor usada para la industria cosmética y para teñir telas, y aquí se describe el proceso tan exhaustivamente como si se tratara de un documental. Aunque se nota en el director cierta preferencia por la vida rural, ésta no se muestra como algo fácil o trivial; se trata de trabajo duro durante largas horas y poca ganancia. La llegada de Taeko al campo también la llevará a pasar tiempo en compañía de Toshio, un joven que ha cambiado la agitada vida de la ciudad por el campo, y que evidentemente se siente atraído por la recién llegada. El pasado y el presente continúan entrelazándose, uno hablando acerca del otro, hasta llegar a un impactante clímax que, como ocurre durante los créditos finales, no se los voy a contar aquí, pero sin duda reafirma el lugar que Takahata ocupa entre los mejores directores contemporáneos.

Cierto, no muchos se sentirán impresionados con esta película; no en vano sigue siendo uno de los pocos productos de Ghibli escasamente comercializados en Occidente. La clave del encanto de Omohide Poro Poro reside en el hecho de que nos muestra detalles sobre nosotros mismos y las influencias no reconocidas que recibimos a lo largo de nuestras vidas. El autodescubrimiento de Taeko es poderoso y su cambio, aunque pequeño, es profundo, y sirve para recordarnos lo mucho que necesita el ser humano de esa sensación de pertenencia, de contención, de aceptación, y de sentirnos satisfechos con nosotros mismos y con la vida que hemos elegido.

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