Partamos de una base que todos conocemos: el comic es un arte narrativo que se basa en el desplazamiento del tiempo en el espacio. O sea: un cuadrito, al lado del otro, al lado del otro, van representando momentos temporales al tiempo que configuran una página sobre la cual tenemos que desplazarnos.

Sobre Blackest Night y Siege

20/12/2010

| Por Amadeo Gandolfo

17 comentarios


Partamos de una base que todos conocemos: el comic es un arte narrativo que se basa en el desplazamiento del tiempo en el espacio. O sea: un
cuadrito, al lado del otro, al lado del otro, van representando momentos temporales al tiempo que configuran una página sobre la cual tenemos
que desplazarnos. Es el único arte en el cual la espacialidad narrativa está tan presente, que cuenta con unidades de sentido cuya composición
nos pone más difícil o más fácil la lectura. La manera en que están ordenados los cuadritos condiciona la velocidad de lectura y un buen artista
es capaz de acelerar o demorar nuestra visión con pura plasticidad. Es por ello que la virtud cardinal de cualquier artista de comics, antes
que ser un buen dibujante, es ser un buen story-teller (o un buen story-teller empeñado en oscurecerlo).

En segundo lugar, hay que detenerse sobre la absoluta originalidad de ese experimento de narrativa que son los universos DC y Marvel. Prácticamente
ninguna otra porción de cultura popular fantástica funciona de la manera en que, por composición de la industria, tradición y formato de producción,
estos funcionan. Las características han sido reproducidas hasta el hartazgo pero vale la pena volver a mencionarlas aquí: miles de manos, personajes
cuyas hazañas son seguidas durante décadas, contínuo crecimiento de su bóveda intelectual, que es acompañado por un descarte de personajes por temporadas
más o menos largas, enrevesadísima continuidad en donde todo (o nada) puede valer simultáneamente de acuerdo al humor del creador y editor de turno.
Buffy no funciona así, Harry Potter no funciona así, Lord Of The Rings no funciona así. Quizás los ejemplos que más se acerquen sean Dr. Who o el Star
Wars más amplio, que Lucas con su retentivismo anal no aprueba.


El tema es el siguiente: al mismo tiempo que el comic como unidad consiste en una narrativa que se expresa en un espacio temporal, los universos superheroicos
consisten en una acumulación de narrativa en la cual la unidad básica es el comic book, publicado en un momento que se encadena con otros, mes a mes, acumulando
a lo largo del tiempo (real, cronológico, histórico) una gigantesca historia que no es jamás totalmente descartada. Cada comic es un átomo en una construcción
gigantesca que sigue creciendo e intimida por su complejidad, por su proliferación de personajes, por sus detalles, por sus eventos interminablemente renovados
porque algo hay que publicar y algo hay que contar.

El mega-evento, entonces, no es una anormalidad. El mega-evento es la condición natural de un universo en el cual las referencias han crecido hasta tal punto
de colapsar sobre sí mismas. Lo que los fanáticos quieren, ven y reclaman en el mega evento es un deseo de que la temporalidad COMPLETA de la historia de sus
respectivos universos colapse sobre sí misma en un sólo espacio: una mini-serie de entre 6 y 12 números. Eso es lo que fue Crisis originalmente, y por eso tuvo
tanto éxito. Detrás de las altisonantes declaraciones de cambios cataclísmicos y modificaciones en los personajes, lo que se oculta es un deseo pueril: queremos
verlos a TODOS juntos, queremos sentir que nuestra juventud desperdiciada consumiendo ínfimas porciones de datos (como la identidad del Bug-Eyed Bandit o la relación
exacta entre el Absorbing Man y Titania) se vean validados por una aparición en ese gargantúa ya refinado que es el crossover. Que se nos muestren como asuntos
importantes. Que se nos haga el juego.

La función ostensible del crossover, o sea, el establecimiento de un nuevo status quo en un determinado universo superheroico, fue en un principio un hecho primario
pero hoy en día funciona secundariamente. El crossover es la única forma narrativa posible mediante la cual se puede manejar con cierta racionalidad el avance de
semejante monstruo de miles de cabezas que es un universo superheroico. Por la manera en que este ha acumulado piezas diversas que constituyen su cuerpo entero
(cada falange de sus dedos = una historia complicadísima que debe ser reconocida en orden para dar un paso) la acumulación de personajes en un sólo espacio tendiente
a la saturación es la forma aceptada para mover al siguiente casillero a la entidad conocida como «Universo DC» o «Universo Marvel».

Obviamente, un crossover que llevase este pensamiento a su conclusión lógica, donde esta densidad colapsase sobre sí misma, sería incomprensible. Miles de personitas
corriendo de acá para allá, cada una afectada de diversa manera por El Evento Que Nos Pone En Peligro, cada una entreverada en su propia historia, sin orden ni concierto.
Una verdadera «Comedia Humana» superheroica se asemejaría bastante a la vida: caos y coincidencia, aleatoriedad e incomprensión. Es por ello que Final Crisis, con todas
sus fallas, es un experimento de una bravura increíble porque apuesta justamente a esa destrucción progresiva del sentido. El comic superheroico como forma a caballo entre
la novela realista del siglo XIX y la novela moderna del XX.

Es por ello, por la tentación del caos crepitante (además de por una industria naturalmente conservadora) que se ha impuesto un orden narrativo tradicional para estos eventos.
Este consiste en lo siguiente: naturalidad (cada héroe en lo suyo, parece un día normal) – primeras señales de que algo anda mal (alguien desaparece, muere o es atacado) –
revelación de la amenaza – rápidas y devastadoras conquistas de la amenaza que parece tener un plan infalible – descubrimiento por parte de un puñado de héroes de sus
debilidades o de alguna pieza de información que les permitirá dar vuelta la tortilla – rally de las fuerzas – ataque final – triunfo que deja algunos cabos sueltos que permitirán
que la maquinaria de movimiento perpetuo editorial continúe adelante. El éxito y la alegría que uno extrae de un crossover está dado por cuán efectivamente se encuentre montada
esta estructura típica.


Por otro lado, la muerte todavía es considerada un elemento narrativo de peso, destinado a introducir un verdadero «evento», a puntuar una historia con aquello que, por ser
irreversible en la vida real, todavía carga un halo de importancia en el universo ficcional. Todos los crossovers, además de sus amenazas al status quo, incluyen una o varias
muertes, como para remarcar que lo que se cuenta es de algo importante, para enojar a algunos o entusiasmar a otros. Siempre se dice que estas muertes son importantes para la
narrativa, pero en el fondo son elementos contingentes. En realidad pueden tener significación para un período de tiempo de 5 o 10 años en la historia total de Marvel o DC, lo
cual las vuelve «importantes». Pero siempre serán revertidas. En algunos casos esto será motivo de tristeza o de alegría, pero siempre teñida, en nosotros los fans, con un grado
de amargura.

Y, así, finalmente, llegamos a lo que ostensiblemente es el tema de esta nota: Blackest Night y Siege, los mega eventos de DC y Marvel (respectivamente) publicados entre fines de
2009 y mediados de 2010. Ambos son eventos que se supone fluyen orgánicamente del trabajo que sus autores habían realizado con el género en los últimos años (Brian Michael Bendis en
el caso de Marvel, Geoff Johns en DC). El mecanismo perverso del crossover, además, no permite su existencia en el vacío. Es imposible concebir un crossover guionado por un don
nadie, concebido de la nada misma. Tiene que ser el desarrollo del trabajo de su «creador» más destacado, lo cual obviamente implica una anticipación y emoción mucho mayor. El epítome
de la despersonalización narrativa (obvio, los personajes importan, pero en realidad lo que interesa es el UNIVERSO) recubierto del aura dorada del creador individual, que en realidad
es sólo el canal por el cual transcurren los hechos y se alzan los ladrillos de la acumulación de propiedad intelectual de la compañía.


Del crossover se pueden decir muchas cosas, menos que no sea efectivo. O sea: a pesar de este desglose cuidadoso y obsesivo de sus particularidades, no diremos que no nos emociona a
la hora de su aparición, que –mínimamente- queremos saber lo que va a pasar. Queremos saber porque la observación de esos personajes ha ocupado una porción de nuestras propias vidas.
Hemos caído, somos adictos, y el espiral de la narración superheroica nos interpela en búsqueda de un final que nunca llegará. Esa gratificación siempre diferida es aquello que nos
hace pensar quizás ahora esté bueno.

Decía, entonces, que son producto del trabajo realizado en los últimos años por Bendis en los Avengers y por Johns en Green Lantern. De parte de Bendis, esto significa básicamente esa
telenovela de espionaje y resistencia que construyó alrededor de Luke Cage y sus vengadores urbanos, escapando primero de la tecnocracia legislativa de Tony Stark y luego de la corrupción
neocon de Norman Osborn. O sea: la salida a esa espiral de contínuo falso realismo con ánimos de relevancia política que fue el universo Marvel en los últimos 5 años. En el caso de Johns,
es el gran climax a su ampliación del universo Green Lantern hacía confines cada vez más inverosímiles que involucran anillos de diversos colores y una plétora de alienígenas al servicio
de ejércitos fundados en la creencia en un sentimiento (¿religiones new age armadas?). Como se ve, dos visiones totalmente contrapuestas. Bendis es gris, cemento y concreto, responsabilidad
y lucha, mientras que Johns es color, exageración, poder de voluntad y mágicas fuerzas naturales. Una postal de sus respectivos universos.

Blackest Night se suponía que, además, era una exploración de lo que significaba la muerte en un universo superheroico. En la gran cosmogonía Johnsiana, los sentimientos son 7 y cada uno tiene
su batería de poder y su escuadrón de guerreros, pero la negación absoluta de ellos es la muerte (lo cual es un poco raro, pero funciona mejor de lo que debería). El problema es que semejante
esbozo metafísico que podría haber significado un apuntalamiento metafórico interesante es pasada por alto. O sea: básicamente el maloso principal «puso en reserva» las miles de muertes de
personajes principales en los últimos años del DCU para «aprovecharlas» y volverlos Linternas Negros (como los Pitufos) en su momento de gloria. Y la serie termina con una de esas aclaraciones
recursivas, destinadas a que les falten el respeto de que «la muerte es muerte ahora». El tema, aquello que tanto Johns (como Joe Quesada en su primera época como editor en jefe) y tantos otros
no perciben, es que una exploración de la muerte en Marvel o DC debería incorporar aquello que esta tiene de particular, que básicamente es su condición de puerta giratoria. Intentar ocultarlo
o corregirlo es una empresa destinada al fracaso. Habría que SUBRAYARLO. Denotar que siempre existe la posibilidad de que se vuelva, pero que en el fondo no se sabe a ciencia cierta. Qué MEJOR
que esa angustia interminable de vivir en la incertidumbre contínua. Un universo sin duelo, sin procesamiento del dolor, un universo en el que en cualquier momento se puede volver como gemelo
malvado o zombie.

Me doy cuenta que no he resumido el «argumento» de las dos principales sagas. Hagámoslo rápido. Blackest Night: llega la muerte en forma de batería de poder, resucita a un montón de héroes y villanos
caídos que vuelven en un formato sádico y despreciable hasta que finalmente Hal Jordan y los cuerpos de color encuentran la forma de derrotar a Nekron (el avatar de la muerte). Consecuencias: un montón
de héroes revividos que deben encontrar su lugar en el mundo. «Siege»: Norman Osborn finalmente sucumbe a su locura y su hubris y se decide a invadir Asgard (que se encuentra flotando sobre el medio
oeste norteamericano), engañado por Loki y con el objetivo de solidificar su poder como super-policía del mundo. Consecuencias: Osborn en cana, Steve Rogers como el nuevo super-policía y una promesa de
un mañana más brillante y heroico.

Si «Blackest Night» intenta ser metafísica, «Siege» intenta ser política. Su idea básica es que luego de años de gobiernos ficcionales (interesante y retorcido hallazgo el de Marvel: objetivamente la figura
de autoridad es aquella que está a la cabeza de las fuerzas de seguridad, no hay realmente «presidentes», esos maricones, en el comic de Marvel) que han coartado las libertades individuales, finalmente
el peor de todos comete un error mortal que hace caer por su propio peso y corrupción su administración. Quizás es una metáfora diferida del fin de la era Bush, pero semejante pretensión, la verdad, me
produce vergüenza ajena de sólo tipearla. Quizás lo más notorio sea la admisión de que ahora se viene una época «heroica». ¿Y qué nos pasamos leyendo los últimos 5 años? Un nuevo subgénero, inédito: héroes
en sótanos mugrosos. El intento de comentario político se ve desbaratado desde el momento en que a) está desfasado, b) su resolución sólo promete un nuevo estado del campo intrínseco a la lógica del comic
de superhéroes, c) el villano gigante del final es The Sentry (por otro lado, lo único bueno de este crossover: la muerte de The Sentry finalmente libera a los lectores de tener que soportar a ese aborto
espantoso y patético de personaje).

En definitiva, muchachos, ¿qué hemos aprendido? Que los crossovers, a pesar de sus intentos de tematizar sus eventos, sólo pueden hablar de sí mismos, porque la especificidad de los universos Marvel y DC vuelve
incompatible cualquier comparación con el afuera. A duras penas se asemejan a otras formas de ficción fantástica, ¿qué carajo se van a asemejar a la vida real, la política, la muerte y el amor? La perversidad es
que su mecanismo perpetuo nos apresa, que seguiremos comprándolos, invirtiendo en aquello que un día desaparecerá, haciendo que el verdadero universo consuma todo.

Compartir:

Etiquetas:

Dejanos tus comentarios:

17 comentarios