Tengo un amigo que es guionista de comics. Como yo, sí.
Vive de lo que le gusta. Esa es la cuestión que siempre lo tuvo en vilo. ¡Ya está! ¡Llegó! ¡La pegó! ¡Por fin pudo largar la oficina, el quiosco, la cabina de peaje, la distribución de ketamina, no importa. Largó su trabajo de día, su day job. Está condenado a que le paguen por hacer lo que más le gusta. Escribir comics. Es más, acaba de descubrir un mundo donde no tiene que pagar por hacer historietas (a las escuelas del ramo, a las imprentas, a los dibujantes mercenarios o a las editoriales de vanidad). Resulta que es al revés, le pagan por hacerlas. Entonces sí, llegó el momento. Larga su day job y sale corriendo por la calle para respirar el embriagante aire de libertad laboral, artística y emocional. Cruza las bocacalles como un cervatillo heroinómano, salticando con los cachetes sonrojados y una sonrisa pétrea que promete durar para siempre. Guarda que viene un 160. Lo ve en el último instante. Fum. Le pasó a tres milímetros de los anteojos. No frenó. Tiembla como un pelotudo mientras se da cuenta de que no era un 160. Era la ciudad, la realidad, el dentista, la casa, el monotributo, el seguro del auto. Sin darse cuenta y sin mediar demasiado tiempo, de repente el cervatillo está más muerto que la madre de Bambi y todo lo que queda de aquel artista feliz es este ovillo de stress, en su escritorio, tratando de exprimir una puta idea de su cerebro. Ya no importa que sea buena, eso es lo de menos. Lo que más importa que sea vendible. Si es buena, tanto mejor, pero no estamos como para ponernos en exquisitos.
La idea buscada tiene una única misión por cumplir: engañar a un editor lo suficientemente crédulo como para pensar que puede sacarle más plata de la que le va a dar. Es crucial esta parte. Todo lo que realmente importa en su vida, lo medular, lo escencial, cambiar la heladera, ponerse al día con las expensas, hacerse de un Ipad, depende de la ingenuidad del editor.
Y de repente, para su sorpresa, lo logra. Engañó al tipo. Y a otro. A muchos. Como a veinte o más. Es un artista del engaño, el Houdini de los encuentros con editores, el Pulpo Arlequín del ecosistema viñetero. Y claro, empieza a sospechar. Tal vez no sean todos pelotudos. De alguna forma, todos parecen tener más plata que él. Pagan las expensas, cambiaron la heladera, tienen sus Ipad 3 relucientes. Con fundita. Claro que también están los editores tan pelagatos como él. Esos tan pobres y esperanzados que sacan libros con la misma cara de cervatillo drogado que tenía mi amigo antes del ataque del 160. Y para compensar la pobreza, editores y autores se hacen amigos, amigazos, amiguitos, amigosos, amigoides. Claro que los amigos, cualquiera sea su clase, no le van a pagar las expensas, apenas si se pagan las suyas.
Los que realmente importa son los otros editores, esos con oficinas, máquinas de café, corbatas, dispenser de agua, úlceras en el duodeno y cuentas corrientes. Lo vuelven a llamar. No todos, no siempre. Pero hay un par que sí. Y siempre viene adjunto un contrato, escrito en un dialecto inentendible pero tranquilizador. Busca la cifra y el signito de euros y cuenta la cantidad de ceros, especialmente los que están antes de la coma. Firmado y encarpetado. El stress se calma por un rato. No va a tener que ir a tocar una ocarina en el subte por un par de meses. O lo que es mucho peor, una pesadilla insoportable: volver a tu antiguo day job.
Hasta que un día le piden que escriba sobre su trabajo como guionista. Evalúa hablar de sus obras, mentir un poco sobre su quehacer cotidiano, exagerar algún éxito, moderar los fracasos, matizar todo con un poco de ironía para tener onda. Y entonces se da cuenta. No tiene nada que decir. Es así nomás. Nada. Cero. Así que, cobarde como siempre, se resigna a lo posible, ya que lo óptimo se le escurre entre los dedos. Mientras ataja penales que nadie le está tirando, decide que lo mejor será escribir sobre otro tipo. Un colega. Alguno, alguien, cualquiera. Otro guionista de comics. Un amigo.
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