¿Vale la pena deshacerse de aquellos comics cuyo valor intrínseco es prácticamente nulo? Aquellos que tenemos tirados en un rincón, desperdigados, con roturas, que no resisten el más mínimo análisis… pero que tienen un valor sentimental.
Antes de contestar esa pregunta, déjenme esbozar un pensamiento.
La tecnología ha servido para muchas cosas (aunque siempre es digna de crítica) y de un tiempo a esta parte se ha vuelto el principal medio por el cual conseguir nuevos libros. Cuando se acabó la “bonanza” de los ´90 (y que no se me malentienda, me refiero SOLO a aquel mítico “tapa por 1.7”) el precio de los comics no sólo se catapultó a un infinito mucho más allá del que creíamos, sino que también empezó a escasear una oferta que hasta hacía no mucho era bestial. El auge de las comiquerías te prometía bateas llenas del número del mes a rajatabla, y fortuna tras fortuna pasaba de nuestros bolsillos a aquellos recintos que supieron exprimirlos tanto. Pero, como dije, la bonanza se acabó y de pronto las revistas eran incomprables, si es que podías alcanzarlas.
Pronto la economía, el país, se fue estabilizando y si bien desde ese momento los comics nunca dejaron de ser caros (casi un lujo), pudimos volver a tener cierto ritmo de compra que se nos había escapado entre los dedos tan tristemente.
Y llegaron las tiendas virtuales, y lo que parecía imposible empezó a concretarse: de nuevo podíamos elegir qué comprar, a un precio moderado. Ya no teníamos que morir en la estafa de la comiquería, ese Mercado Libre físico en el que el dueño era amo y señor de los precios y si no te gustaba, a comerla. Comprar a estos sitios de venta virtual parecía mágico: lo buscás, lo cliqueás, lo tenés. ¡A ponerse al día!
Y empezamos, y las mini-fortunitas comenzaron a afluir de nuevo, y todo iba como sobre rieles. Pero de pronto nos dimos cuenta que el dólar subía, y los dueños de los sitios de Internet comenzaron a adecuar dichas subas cada vez más, y más, y pronto cualquier TP de mierda salía 300 pesos.
Dios mío, ¿qué hacer? ¿Cómo paliar otra vez ese ansia irrefrenable de lectura cuando los bolsillos se nos vaciaban tan rápidamente? La biblioteca había dejado de crecer y las opciones se hacían pocas.
Una idea: ¿qué es aquello que está ahí atrás en el placard? Y al buscar, encuentro tacos de Zinco (del Superman de Byrne, “Año Uno”), sagas pedorras como Millennium, cuasi glorias como Legends, Crisis, Watchmen. Y no sólo eso, colecciones casi completas del Batman de Doug Moench (sí, que no son la vida pero que garpaban), colecciones completas de Perfil (Flushman a la cabeza) y muchas cosas que tenía olvidadas, relegadas. Y entonces pienso “¿y si nos deshacemos de esto?”.
Ahí estaba, la respuesta a la falta de recursos que se presentaba en sí misma: vender comics para comprar comics. La tecnología nuevamente me ayudó: Mercado Libre se abrió como una rosa y las ventas comenzaron a florecer como un día de hermosa primavera. Conseguí la guita que quería para encargar (ya por Amazon, los dealers virtuales descartados) todos aquellos libros hermosos en tapa dura o blanda, colecciones que siempre quise tener, joyas que creía extintas… y todo tan fácil, a un click de distancia.
Y la biblioteca volvió a crecer y desarrollarse, y pronto tuve que agregarle otro estante, y es maravilloso ver cuántos títulos excelentes la adornan.
El tiempo pasó y aquel costado olvidado del placard (que había resultado ser una mina de oro) se fue vaciando en silencio, lenta y humildemente. Hasta que de pronto, una necesidad imperiosa se apoderó de mi: ¿dónde estaba mi Spawn/Batman de Miller-McFarlane? Nunca me gustó demasiado, pero por alguna razón quería recorrer sus páginas. No lo encontré. ¿Lo habría vendido? Seguramente. Revisé registros y sí, era cierto, se había vendido. Y al mirar toda la lista de lo que se me fue, me invadió una tristeza enorme.
Me explico: Todas aquellas historias, revistas, libros que vendí, no valían nada. Eran historieta por kilo que al día de hoy no se bancaban una lectura seria. Las ediciones eran chotas, los formatos olvidables, las colecciones incompletas. Vaya uno a saber qué oscuro mercado se interesó por ellas cuando las vendí, pero lo cierto es que se fueron como pan caliente. Pero aún así… siendo lo que eran, valiendo tan poco, significando la nada en la balanza de la buena historieta… aún así, digo, no dejo de extrañarlas. Y de arrepentirme enormemente de haberlas dejado ir.
Porque con ellas crecí. A través de ellas mis ojos se emocionaron por primera vez al entrar a este mundo de viñetas y colores, y mitologías, y personajes, y autores. Fueron parte de mí desde un comienzo, me costó tanto conseguirlas, significaron tanto al caer en mis temblorosas manos por primera vez…
Hoy desearía no haberme deshecho de ellas. Miro mi biblioteca tan prestigiosa y llena de excelentes obras, y secretamente ansío que hubiese un lugar (pequeño, sí, pero un lugar al fin) en donde pudiesen hoy descansar aquellas porquerías que tanto, tanto fueron para mí cuando no sólo no había otras ediciones a mano, sino que no existían.
Consejo final: seguramente, querido lector, tenés también un rinconcito de comics de los cuales te querés deshacer.
No lo hagas. Tarde o temprano te vas a arrepentir.
Si no hay guita, esperá. Ya va a llegar. No te apures.
El ávido lector adulto que reclama más y más no considera a aquel niño que supo ser, y no le importa nada. Sabé refrenarlo a tiempo.
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