Sí, Gene Roddenberry era un visionario, un innovador, el portador de un mensaje de esperanza para el futuro de la humanidad. Y si bien era todo eso, digo, no era un gran guionista. Les ha pasado a muchos creadores, el tener una excelente idea pero no ser el más indicado para llevarla a cabo.
En los ´60 presentó “Star Trek” (o TOS, como se la conoce entre los fans) y, en mi caso particular, es una serie que no puedo ver. Respeto (y hasta envidio) a aquellos que han transitado por todos sus capítulos, pero en mí, esa estética colorida, a-go-go… la actuación de Kirk (William Shatner exagera todo, mal); la actuación del chino hijo de mil putas de Hikaru Sulu (lo peor que yo haya visto en materia de actuación en mi vida)… todo eso hace un conjunto que no puedo digerir. Quizás las películas me hagan menos ruido, en especial de la quinta en adelante. Pero es algo que empecé a disfrutar tiempo después de que salieron, y gracias a lo que quiero centrarme en esta columna.
Desde aquellos drogados sesenta, muchos años tuvieron que pasar para que la franquicia se renovase y otro producto basado en ella apareciera en las pantallas del mundo. Corría el año 1987 y “Star Trek: The Next Generation” (o TNG) hacía su debut. Si bien tenía todavía cosas, muchísimas cosas, a corregir (lugares comunes, efectos chotos, malos actores invitados, etc), empezaba a perfilarse un tipo de serie diferente. Repito: esto era 1987. ¿Cuántas series de esa época, vistas hoy, se la bancan?
Y esta tuvo un milagro: alguien pensó en Patrick Stewart para el rol de capitán. Y otro todavía más increíble: que Stewart aceptara, dejando de lado cualquier prejuicio hacia la televisión en general, hacia el género, hacia la nerdeada que en primera instancia seguramente lo cuestionaría siendo una figura tan disímil a lo que supo ser Kirk. El inglés la descose, actor skakespeareano de la San Puta que con una mirada te da vuelta una pared, que le da el peso y la profundidad necesaria a cada palabra que dice. Que se lo toma en serio: no viene a pagar las expensas, no. Viene a crear un personaje como supo hacerlo: adusto, culto, valiente, inolvidable.
El cast restante también es maravilloso. Riker, Data, LaForge, Worf, Troi, Crusher y hasta un Wesley Crusher que primero detestás, pero al que con el correr de los episodios algún cariño le vas tomando. Entre todos generan un grupo muy unido, casi una familia en la que todos tienen algo que aportar.
Y, como dije, en la primera temporada, todo es nuevo, interesante, pero con un dejo de trucho, de que falta algo. Los conceptos están ahí, las razas, los mundos. La tecnología que se ve es, al día de hoy, hermosa: computadoras con pantallas touch sobre láminas de madera (sí, touch como tu celularcito de mierda de hoy, hace más de treinta años). El Enterprise es de verdad (repito, incluso visto hoy) y sorprende el buen gusto, el perfecto diseño, la armonía entre tecnología y decoración en una nave que no es de guerra, sino de exploración.
La segunda temporada mete segunda (cuac) y el nivel de las historias (y la producción en general) sube muchísimo el listón. Riker se deja la barba y los uniformes siguen teniendo ese dejo de “Adidas” en donde el cierre se ve por delante, las tetitas se marcan y sigue habiendo algo que no termina de convencer. Pero hay algo (o alguien) que iba a cambiar un poco las cosas. Se llamaba Michael Piller, y entró por ser amigo de otro guionista y se mandó a escribir un capítulo. Parece que a Roddenberry le gustó, y para la tercer temporada, Piller ya era el showrunner.
Y acá es cuando la cosa se pone seria de verdad. Desde el primer capítulo, dos cosas son evidentes: la producción (a nivel guita, decorados, efectos, uniformes) pega un salto cualitativo importante, y los guiones parecen tener muchas reescrituras hasta lograr la perfección. Piller habrá pensado: pará, tenemos este universo lleno de mundos y razas y maravillas; tenemos a Patrick Stewart que cualquier cosa que haga o diga te pone la piel de gallina; tenemos un cast que le hace la segunda y se la banca en una escena mano a mano con el tipo; tenemos todo esto, y la luz verde de Roddenberry para intentar darle un estatus de calidad a esto por lo que nadie da un mango… ¿y si lo hacemos bien?
Entre Piller, Rondald D. Moore (futuro creador de otra gloria de la vida como es Battlestar Galactica), Brannon Braga, y algunos más se dieron maña para meter conceptos que definen no sólo al género de ciencia ficción más puro, sino también de qué significa estar vivo, qué o quién es Dios, cuál es el origen del universo. Forjaron y profundizaron mucho más a los personajes que tenían para jugar, y llevaron conceptos como el honor, la valentía, la ética, la solidaridad, a límites insospechados.
Pero Piller tenía una duda… no sabía si lo que estaba haciendo era algo pasajero, una distracción momentánea en un producto menor. Dudaba entre quedarse e irse hacia otros rumbos, y la indecisión lo tenía muy preocupado. Escribe el último capítulo de la temporada, “The best of both worlds… parte uno”, como una alegoría de su propia vida. Riker, ante la amenaza Borg, duda entre seguir en el Enterprise o tomar el mando de otra nave. ¿Debe irse o quedarse? El escritor hace el capítulo perfecto, con el cliffhanger más espectacular de todos los tiempos. Crea el problema irresoluble, pensando que no recaerá en sus manos resolverlo. Pero Roddenberry pide una reunión con él, y lo convence de que, al menos, necesita tenerlo una temporada más para llevar esta serie a la gloria absoluta. Piller, conmovido, acepta. Y se queda. Y lo resuelve en la temporada siguiente de manera magistral. Y de ahí en adelante, no se va más. Su lugar es ese, entre las estrellas.
Y ya no hay restricciones, ni “cosas que no se puedan hacer”. La serie se vuelve épica, culta, seria, profunda, innovadora. El éxito es monstruoso y genera spin-offs por todos lados, aunque nunca llegando al nivel de su predecesora.
Yo tenía un curso de computación en aquella época que me hacía volver a casa cerca de las 9 de la noche, hora en que Uniseries (qué tiempos aquellos) la daba en el cable. Bajaba del colectivo casi a las nueve en punto y corría tres cuadras (corría literalmente) para llegar a tiempo. Pocas cosas me han generado tantas ganas de no perderme un sólo episodio. Lo recuerdo hoy, y pienso que es algo irrepetible: una serie así, en estos sería inviable. Prueba de ello, la detestable “Discovery”.
Pero así es la vida: lo bueno de verdad se da pocas veces.
Por suerte, a la serie la siguen remasterizando y cada vez se mira mejor. Como Gardel, que cantaba, pero en colores y con la pasión de la gloria en el corazón.