Para no llorar
Dentro de ese terreno de límites difusos que se da en llamar «humor gráfico» existe una serie de autores -sobre todo en las nuevas generaciones- cuya labor se encuentra levemente corrida del arquetipo del humorista creado por el imaginario popular. Con una obra más cercana a una suerte de estudio sociológico, o a una opinión periodística, estos artistas se despegan del rótulo de «cómicos» -o del más simplista «contador de chistes»- y ya no se contentan con la vieja y muchas veces necesaria tradición del (solo) hacer reír. En este sentido, las palabras de Tute -uno de los autores a quienes podemos incluir en esta corriente-, en la entrevista publicada en Comiqueando Extra #2 son paradigmáticas. Acerca del drástico golpe de timón que dio en su estilo, el dibujante cuenta que “ese cambio tuvo que ver con algo más… filosófico. De decir ‘yo no quiero ser más un humorista gráfico de oficio, sino un tipo que use ese espacio para transmitir sus ideas, sus inquietudes, sus dudas’. Y eso es lo que sucedió. No es que un día me levanté y dije todo esto que te estoy diciendo, fue un cambio paulatino. Pero sí empecé a entender ese espacio como algo más libre. Eso me sirvió para ‘cagarme’ un poco en la idea clásica del humorista gráfico”.
¿Cuál es, entonces, la motivación que han encontrado autores como Tute, Rep, Liniers, Langer -entre otros- para correrse del lugar del «puro humor» y ofrecer algo distinto? Y, mejor aún ¿cómo ha sido la reacción del público lector tradicional del humor gráfico ante estas nuevas propuestas? ¿Acaso no han sido ellos mismos quienes incentivaron esta renovación?
Podemos hablar, sin dudas, de una maduración, tanto de una parte como de la otra. Los ámbitos de la historieta y el humor gráfico de los diarios y revistas de actualidad, han logrado, en nuestro país, una suerte de imbricación -hija de la renovación historietil producida durante los ’80- en la que autores de estos dos rubros históricamente diferenciados, pueden saltar de uno a otro sin mayores variaciones. Nos viene a la mente el querido Negro Fontanarrosa, que mientras dibujaba todos los días su chiste diario en la contratapa de Clarín, producía esas maravillas llamadas Semblanzas Deportivas y Sperman para la revista Fierro, además de una infinidad de historietas unitarias.
Y es posible que exista también un cambio en la mentalidad del lector, quien ahora parece encontrarse con el humor en lugares antaño no habituales. De un tiempo a esta parte -sobre todo, a partir de la década del ’90- los medios masivos parecen haberse teñido de un matiz jocoso, y de entretenimiento, antaño inexistente. Y como hay que divertirse, relajarse y «desdramatizar», aparecen aquí y allá pseudo-humoristas, showmen, o esos deliciosos personajes -productos, sin duda, de alguna estrategia de marketing- llamados entrepreneurs, que invitan a la risa descerebrada y fácil. Ante esta cultura popular saturada de comicidad, y una realidad política y social cada vez más compleja e impredecible, el lector parece buscar en el humorista gráfico algo más que la simple gracia: un plus, quizás, de reflexión, o simplemente algo distinto. Allí aparecen estos nuevos humoristas, de lápices y miradas afiladas, quienes, en muchos casos -y afortunadamente-, logran cualquier cosa menos relajar y «desdramatizar».
Para hablar del español El Roto tenemos, entonces, que situarnos dentro de este carril. Tanto es así, que él mismo prefiere definirse como «satirista» y no como «humorista». Nadie como El Roto, con las viñetas que publica en El País, para demostrarnos hasta qué punto el muchas veces relegado espacio del humor gráfico puede llevarnos a profundas reflexiones sobre la sociedad actual. Y hacernos preguntar si, realmente, es preferible reír, que llorar.
Rompan todo!
Andrés Rábago García nació en Madrid, el 11 de diciembre de 1947. Su carrera se nos presenta bajo varios pseudónimos, representando cada uno una faceta distinta de sus intereses artísticos: Ops, Jonás, Ubú, y su verdadero apellido, que utiliza para firmar sus pinturas. El Roto es el nombre que eligió para sus viñetas diarias en El País. Bajo la ineludible influencia de artistas como Goya, Daumier, Solana y Groz (a quienes considera sus «santos patrones»), comenzó a publicar en plena dictadura franquista, en revistas como La Estafeta Literaria y La Codorniz, y en los periódicos Pueblo y Hoja de Lunes. Más adelante colaboró con Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Hermano Lobo y, por supuesto, en la canónica El Jueves.
De las múltiples caras de este interesantísimo poliedro de Rábago, vamos a enfocarnos sobre El Roto, protagonista de una impecable exposición, «Vocabulario Figurado», montada en nuestro país en el Centro Cultural España, a fines del año pasado. Impecable, y necesaria también, dado que su obra no ha sido muy difundida en la Argentina, a pesar del gran número de libros y recopilaciones de trabajos que han visto la luz en la Madre Patria.
Uno se pregunta, entonces, a quién hay que echarle la culpa de este desconocimiento, porque sus viñetas no pueden menos que impactarnos y deslumbrarnos. De por sí, el seudónimo que elige Rábago suena extraño. Nos habla, en principio, del carácter absolutamente singular de su trabajo: es El Roto (y no un Roto cualquiera e indefinido) el que se para desde esa vereda, el que pone en palabras y dibujos su pensamiento único. Y, desde el punto de vista que analizamos en la primera parte, «roto» pareciera ser una cualidad indiscernible de todo humorista, o satirista. La ruptura descoloca, cambia de lugar y obliga a ver las cosas desde otra postura. Alerta, pero también moviliza; denuncia, y a la vez llama a hacer algo, a «arreglar».
Suena a mero juego de palabras, pero, ¿qué es lo que está roto en El Roto? Para responder a esta pregunta tenemos que sumergirnos en su obra, y distinguir su elemento fundamental: la palabra. El valor polisémico que puede tener la palabra, los múltiples significados que obtiene según su ubicación y contexto, cobran en El Roto una dimensión no alcanzada antes. Poniendo los discursos abarrotados de retórica vacía, tecnicismos y frases de frío manual a los que nos tienen acostumbrados políticos, empresarios y comunicadores de turno, en boca de aquellos que padecen -muchas veces sin entender- la realidad que aquellos digitan a piacere, El Roto desnuda la crueldad y el sinsentido que subyacen bajo la superficie. Los juegos de palabras funcionan aquí ya no como simples malabarismos del ingenio, sino como mecanismos reveladores que denuncian una realidad muchas veces esquiva -y muchas veces terrible- como para decir en palabras más directas. ¿O alguien duda de la veracidad del «curso de empobrecimiento» que ofrecen esos ejecutivos de saco y corbata?
Y, por otro lado, el dibujo. El Roto sabe adaptar sus trazos y sus encuadres según lo requiera la situación. Así, lo que el texto sentencia, con toda esa fuerza que ya describimos, el dibujo enfatiza, subraya o, no pocas veces, contradice; y le otorga a la viñeta un significado global tan potente como ineludible (¿acaso de eso no esta hecha la historieta, de la relación y resignificación del texto con la imagen?). Detallistas o apenas esbozados según el caso, los personajes de El Roto muchas veces suelen estar con su rostro en las sombras, de espaldas, o sencillamente ausentes, ocultos en un plano general lejano. Quizás sea porque las caras ya no importan: la miseria, el hambre, la guerra, los abusos de poder, la esclavización laboral es igual en todas las épocas y en todos lugares -en España, en Argentina, en cualquier sitio del mundo donde se violen los derechos básicos- y, a la vez, tiene múltiples rostros, que vemos desfilar cada día de nuestras vidas, para representar siempre el mismo espectáculo.
Dijo Rábago: “Es verdad que somos animales simbólicos. Y por lo tanto lo que no ha sido nombrado no existe. El génesis empieza por la palabra. Por eso la obligación es de utilizar la palabra correctamente y de elaborar bien, saber bien qué estamos diciendo en cada momento. La utilidad que puede tener justamente la sátira en ese aspecto es ayudar a establecer esas palabras que no se dicen lo suficiente o que no se dicen de una manera tan concreta como lo hace la sátira. Y por lo tanto de nuevo insisto que es la partera de eso que está ahí. El ayudar a que nazca eso que está ahí y que todo el mundo piensa y que todo el mundo va verificando en su propia vida. Pero que, sin embargo, esa contradicción no estaba tan evidente hasta que lo ve reflejado en una frase o un dibujo. Pero eso estaba ahí”.
Si creemos, como Rábago, que las palabras que usamos son las que definen el mundo en que vivimos, es posible que aquello que una vez, pensábamos, estaba correctamente delineado, y tenía un significado único e inequívoco, hoy –en estas épocas convulsionadas, de globalización de la carencia, y de profundas desigualdades y enfrentamientos- ya no sea así. La relación entre la palabra y aquello que representa: quizás sea eso lo que debamos redefinir. Quizás sea eso lo que, en definitiva, se ha roto.
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