En 1995, un animador de Ghibli llamado Yoshifumi Kondo dirigiría por primera vez una película de Ghibli. También fue la última; Kondo murió repentinamente en 1998. Una verdadera pérdida, porque Mimi Wo Sumaseba es una película magnífica, de bajo perfil, que combina con una naturalidad increíble el realismo de Takahata y el dinamismo de Miyazaki en un solo paquete. Se trata de una película difícil de clasificar dentro de un género específico, una historia de autodescubrimiento que trata temas como la amistad, la familia, los sueños y ambiciones. El guión estuvo a cargo de Miyazaki, basado en un manga de Aoi Hiiragi pero con su infaltable toque personal.
Shizuku Tsukishima, el personaje central, es una adolescente inteligente y estudiosa, una amante de la lectura que se entretiene traduciendo al japonés canciones populares como Take Me Home, Country Road (tema musical que servirá como eje temático de la historia). Shizuku contempla la idea de convertirse en escritora, pero no está segura de poseer la habilidad y talento necesarios. A través de su afición por la lectura, Shizuku entra en contacto con Seiji Amasawa, un chico que vive con su abuelo, un viejito muy jovial que repara relojes y reparte sabiduría a quien le preste atención.
Seiji persigue su propio sueño: fabricar violines. Y aquí es donde la película comienza a mostrar su grandeza, porque a pesar de que Shizuku y Seiji son claramente presentados como futuros intereses amorosos, lo más importante es que son individuos interesantes y complejos, que sacan lo mejor del otro y lo incentivan a lograr el éxito. El rol de Shizuku en la historia no es simplemente conocer a un chico con el que será feliz por siempre, sino que él es el catalizador de su propio intento por concretar sus aspiraciones en la vida.
Ahora bien, hay que admitir que el mensaje de “sigue tus sueños” a esta altura está bastante bastardeado, gracias a las innumerables películas y series de TV dirigidas al público adolescente (muchas de ellas, de la factoría Disney) acerca de chicos que sueñan con cantar y bailar. Todas ellas comparten una visión tan simplista y edulcorada que en el fondo me recuerdan a la canción de los Decadentes: los chicos no quieren trabajar, no quieren estudiar, quieren tocar la guitarra todo el día.
Otro punto a favor de Mimi Wo Sumaseba: Shizuku comprende la importancia de enfocarse en sus estudios, y sus padres refuerzan la idea de que vale la pena que asuma riesgos, pero que debe hacerlo solamente si es capaz de lidiar con las consecuencias. Al ver la pasión y el esfuerzo que Seiji le pone a su propio sueño, Shizuku decide escribir una historia para probarse a sí misma; y a pesar de que con mucho esfuerzo logra su cometido, en su interior aún se siente insegura. En uno de los mejores diálogos de la película, el abuelo de Seiji (que se convierte en una especie de mentor para ella) elogia su obra, dejando en claro que, a pesar de que es cruda y le falta pulir por ser el primer trabajo de una escritora joven, es un logro en sí misma, y el primer paso hacia cosas más grandes. Al final, no sabemos realmente si Shizuku y Seiji lograrán concretar lo que tanto anhelan, porque la posibilidad de fracasar siempre está latente; de lo que sí estamos seguros es de que, manteniendo la perspectiva adecuada, ambos estarán bien más allá de los resultados.
La historia, en esencia, es bastante simple, pero está llena de detalles y momentos que la enriquecen. Por ejemplo, la forma en que se representa el rol de la familia en la vida de un adolescente. La familia siempre está presente, brindando cariño y contención pero también disciplinando cuando hace falta. La hermana mayor de Shizuku trabaja medio tiempo y su madre se encuentra estudiando en la universidad; ambas son mujeres fuertes, decididas, y que dicen lo que piensan. El padre es un hombre calmo y respetuoso, pero firme; la escena entre él y Shizuku al enterarse de sus bajas notas en la escuela transcurre de manera tan natural y fluida que no es difícil visualizarlos como una familia real. En otra escena memorable, junto a Shizuku observamos a Seiji fabricando un violín, y resulta fascinante ser testigos de su pasión por este arte; esta escena culmina con una secuencia musical sublime que está naturalmente integrada a la historia y le pasa el trapo a cualquier número musical que hayamos visto en una película animada. La película también brilla en las pequeñas aventuras originadas por la simple curiosidad, como la parte donde Shizuku persigue a un gato de actitud despectiva que llama su atención, y en las escenas más fantásticas, como cuando nos metemos en su imaginación a medida que escribe su historia.
Es fascinante cómo Kondo mantiene todo en perfecto equilibrio, cómo logra que cada momento y detalle aislado se conecten entre sí para lograr una experiencia completa. Un cineasta con este talento podría haber sido un digno heredero de Miyazaki y Takahata. Lamentablemente no fue así, pero no podría haberle dejado al cine mejor legado que esta joyita.
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