Doble Desafío

Situación: yo, con algunos años menos, trabajando en una de las cadenas de librería más grandes del país. El puesto: subencargado. Los días transcurren en una monotonía feroz compuesta de cajas, mesas, desorden, descontrol y muchos, muchos libros.

El punto de no retorno

17/12/2010

| Por Bruno Magistris

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Okey. Situación: yo, con algunos años menos, trabajando en una de las cadenas de librería más grandes del país. El puesto: subencargado. Los
días transcurren en una monotonía feroz compuesta de cajas, mesas, desorden, descontrol y muchos, muchos libros. No sólo lidiando con ellos
(lo cual no estaría mal si no terminara por odiarlos) sino con la gente y su estupidez: maleducados, fascistas, garcas, soretes, todos por
la zona (¡Barrio Norte, che!), como nucleados con algún misterioso interés común. Luego de un entredicho tan desconcertante como feroz («¿tenés
Rayuela de Borges?») veo venir al corredor de Norma, con su sonrisa de «¿Cuántos libros me vas a poner en la vidriera hoy?». Intento fugarme
discretamente, pero su velocidad me sorprende: antes de darme cuenta me está dando la mano. Acostumbrado a estos trámites, acudo a mi sonrisa
de vendedor y comenzamos esa charla fofa e insignificante que no hace más que agregar otro peso al yunque en mi espalda. Pero he aquí el giro
inesperado de este relato: en vez de pedirme algo, me lo ofrece. Sin siquiera saber con quién está hablando, me dice que como se viene el
estreno de «una peliculita para chicos», la distribuidora de la misma le ofreció a la editorial ser los primeros en verla en el país para así
diseñar una estrategia adecuada de venta de libritos y boludeces para los más chicos. «¿Cómo se llama la película…? Ah, sí, «Los Increíbles»,
¿querés venir? Pero es ahora, ya. Tendríamos que salir en este momento».


Si Jean Valjean caminara por la calle y se encontrara con Jesucristo, las palabras que hubiera oído de Él no habrían tenido el efecto que las
que escuché yo en ese momento. Aviso que saldría por un momento (caras de culo), que no tardaría en volver (cuchicheos casi inaudibles) y que
cualquier cosa me llamaran. Mientras salgo del local, no sé dónde fue a parar el cartelito con mi nombre, pero recuerdo haber apagado el celular
y subido al taxi con una gran sonrisa. «Ah –acoté, no me dijiste dónde era». «Acá nomás, en Martínez. El edificio de Disney». No sé si me desmayé,
pero estuve ahí.

Llegamos: edificio gigante, puerta principal, recepción, Mickey dorado de medio metro en la pared, ascensor, alfombras violetas, silencio, sala de
proyección. Más corredores de la editorial, gente a la cual no conozco y cuya mano aprieto fervorosamente sin poder dejar de sonreir. Mi completa
falta de sociabilidad desaparece por un momento, extrañándome tanto como si descubriera de pronto que soy inmortal. Minutos de incontenible ansiedad
se alargan burlonamente, hasta que, de improviso, las luces se extinguen. Luz, cámara, acción.

Durante las siguientes casi dos horas, tengo el privilegio de ver antes que nadie (quizás, quién sabe) esa película que de alguna manera sentía hecha
para mí, y nadie más que para mí. Porque estoy seguro de que en esa sala, dentro de ese enorme edificio, en aquel barrio paquete de Martínez, aquella
tarde en esa oscuridad acogedora, nadie, absolutamente nadie más que yo entendía de qué iba la historia y a qué apuntaba. Y no digo esto porque me crea
un mecenas del Noveno Arte ni mucho menos, sino porque todo tenía un fin, un secreto propósito que sólo un comiquero podía llegar a sentir (sí, usé la
palabra «sentir» en vez de «entender»).

Fue allí donde supe por primera vez que podía emocionarme hasta las lágrimas sin tristeza mediante; fue allí donde comprendí que a veces la gloria y la
excelencia pueden lograr que mis ojos lagrimeen; fue allí donde, por alguna razón que aún no logro descifrar del todo, decidí arrojarme del tren que llevaba
mi vida e intentar algo mejor, algo que no me hiciera querer matar día tras día tras día.

La película llegó a su fin. Volvieron las luces, nos incorporamos y, mientras abandonábamos la sala, mi corredor amigo me dice «¿Te gustó…? mmm, yo creí
que iba a tener más chistes»
. Lo miré y de pronto recordé al imbécil que me pidió «Rayuela» de Borges y que se obstinaba en que era yo el errado y que me
fijara bien
. Volví a la sucursal, de nuevo caras de culo, rumores, etc, etc. Pero por alguna razón, dentro de mí ahora reinaba un nuevo color, algo entre
amarillo y plateado.

Los días pasaron, y los meses, y logré salir de esa desgracia que llamaba trabajo y acercarme al menos un poquito más a esa felicidad que tan sorprendentemente
me di cuenta que había perdido.

¿Cuál es el punto de todo esto? No lo sé, quizás sea que (nuevamente) el arte me salvó la vida, o Brad Bird, o los comics, qué sé yo. De lo que sí estoy seguro
es de algo: cuando Dash se da cuenta de que puede correr sobre el agua, quizás mi rostro mojado se debió en parte a eso, a una especie de transmutación de la
luz en agua que imparablemente se posó en mi rostro y me hizo creer que lloraba. O quizás no.

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