El momento llegó: Bariloche se extendía a lo largo de montañas nevadas, cabañas antiguas y un lago azul cielo. Desde chico tenía la noción de que ese sería el punto cúlmine de su vida estudiantil, el cenit de la adolescencia cuya linealidad se vería bifurcada irremediablemente tras esa cuasi-mística experiencia. Esperaba las reuniones junto al fuego, con chocolate caliente, mantas e historias, miles de historias que seguramente irían surgiendo tímidamente entre charlas triviales. Soñaba aún antes de bajar del micro con pueblos milenarios, con su tradición ancestral descubierta sólo para sus ojos ávidos de conocimiento; con su legado cultural desplegado ante sus cinco sentidos a la espera de tan solo un interés sincero.
Despertó de sus ensoñaciones y rió internamente al darse cuenta de lo que estaba pensando, de lo graciosas que le parecían esas ideas infantiles en un mundo que seguramente no había sido hecho para él. Pero nadie diría que, al menos, no lo estaba intentando. Bajó del micro. Entre cánticos livianos rayanos en lo estúpido se bambolearon entre empujones y saltos hasta el hotel, una estadía de mediana calidad que no estaba mal, al menos se podía allí pasar el rato.
Se sentía un extranjero en el mundo, más que nada en el mundo adolescente. Nada de lo que se consideraba “normal” en un chico de su edad le interesaba, llamensé boliches, alcohol, tabaco, drogas, boludeo. Pero con el tiempo había aprendido a ocultar sabiamente sus gustos más profundos: leer un buen libro, mirar una gran película, disfrutar de un buen comic. No sorprenderá a nadie que esta última pasión fuese la que menos divulgase, y tampoco hará falta que expliquemos el por qué. No olvidemos que el mundo que habitamos entre los 13 y los 17 años puede llegar a ser el más cruel de todos, y cuyas cicatrices serán las más difíciles de borrar con el correr de los años. De ahí que no intentase divulgar sus conocimientos al respecto de ese universo de papel y colores, aunque tampoco, si se lo preguntaban, negaba pertenecer a él. Había intentado un par de veces el promulgarlo, destacando los puntos que para él eran los más fuertes: las historias poderosas, el arte sublime, la mitología desplegada. Pero nada surtía efecto, todo lo que salía de sus labios al hablar de “esas revistitas” de alguna forma misteriosa se transformaba para terminar siendo estupideces, siempre estupideces.
En fin, con su pasión replegada y atada con cadenas dentro de su corazón, trataba de pasar desapercibido en esa boca de lobo que lo amenazaba a cada momento con estigmatizarlo de por vida. Si había que cantar por la calle, cantaba; si querían bailar, bailaba; si había algún trago para tomar, tomaba. Nada le gustaba, es más, detestaba cada una de esas actividades pero, como dije, fundirse y pasar desapercibido eran sus más importantes armas de defensa en su interminable guerra por la identidad.
Pero cierta vez alguien pensó en algo diferente: por la noche irían a bailar disfrazados. Se generó cierto entusiasmo y no mucho después todos estaban en el centro, en una tienda de disfraces escogiendo el que sería el indicado para cada uno. Sus ojos se posaron, irremediablemente, en un traje de Batman bien trucho colgado en una puerta del local. Pensó intensivamente por unos segundos, pero finalmente descartó la idea: ponérselo llevaría consigo cierto boludeo del personaje que no estaba dispuesto a interpretar. Siguió buscando y, mientras todos ya habían elegido algo, él aún se debatía. Finalmente vio, casi de casualidad, no un traje o disfraz, sino un set de pinturas faciales, de esas que usan los mimos y payasos. Dudó un segundo, pero se decidió: compró una blanca y una negra. Nadie entendía qué haría con ellas, pero eso fue quizá lo que más le gustó.
La noche llegó, la hora de la partida se acercaba y ya todos estaban listos, salvo él. El lobby del hotel estaba lleno de máscaras, disfraces y vestuarios a cuál más cursi y barato. Todos reían y gesticulaban como los perfectos idiotas que eran, esperando la orden oficial de partir hacia su gloria nocturna. De pronto, el ascensor se abrió y allí lo vieron: vestido completamente de negro, el pelo rubio largo y desmelenado; el rostro blanco con las cavidades de los ojos en negro, terminando en punta. Los puños al descubierto también cubiertos de blanco. Se sentía “The Crow”, vengativo y fulminante, con el poder de doblar un poste de luz con la mirada, como nunca se había sentido en su vida. Toda la atención en él, sin que nadie riese por lo ridículo, sin que nadie respirase. Casi no se movía, solamente posaba su mirada desafiante en cada uno de los imbéciles que lo miraban boquiabiertos. Era un dios, bastaría un pensamiento para derribar el hotel y la ciudad y que todos allí desaparecieran para siempre. El momento duró poco, hasta que alguien dijo:
-Uy, mirá, se disfrazó de Kiss!
Pensó por un momento: -¿Kiss?, ¿de qué mierda habla?-.
Pero pronto todos comenzaron a reír de nuevo y el instante se había desvanecido.
Los años pasaron y por alguna razón su mente lo transportaba a menudo a aquel lugar, hacia ese momento único en que por unos segundos se sintió, dentro de aquel ascensor, como quien realmente era o hubiese querido ser. Quizás ambas cosas fueran lo mismo.
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