Esta será mi última columna en Comiqueando. Seguramente habrá muchos que se alegren; otros (no tantos) que se apenarán. Pero luego de pensarlo mucho y evaluar ciertas cosas, decidí hacer un paréntesis y dejar este espacio que desde hace tantos años tengo en la digital.
Empecé de muy chico a leer historietas. Siempre en mi vida me deleité con esas páginas dibujadas que me contaban cosas que otros medios no podían. “Gattín y el equipo”, primero. Luego algún álbum de Novaro (si mal no recuerdo el especial gigante número 3, de 1984) que traía historietas de Tom y Jerry, Los Pitufos, los cuervos que se afanaban el trigo, etc, etc. Album que me volvió loco de chico y que leí y releí miles de veces (y que terminé perdiendo, tristemente). Después llegó Patoruzú, Isidoro y de ahí, el salto olímpico mortal a las revistas de Perfil (Batman, Superman, La Liga, etc). El cebamiento creció y con la salida de la Comiqueando en papel, el cerebro terminó de estallar. Comiquerías, Fantabaires, convenciones y charlas por todos lados, algunas notas en programas de televisión, radio, semanarios. Todo empezaba a crecer y desbordar, y los ´90 estallaron en una ola de interés sobrehumano por este medio que parecía no tener fin ni límite. Como todos sabemos, la cosa se fue de mambo y todo terminó en un derrape de tapa flúo y con truquitos.
Pero a la vez, los “hijos” de autores como Alan Moore, Neil Gaiman y demás empezaron a pelar y luego de esa década infame llegó la verdadera edad de oro de los cómics, donde era imposible seguir diciendo que eran boludeces pa´los pibes.
Volviendo a mi caso personal (esta es mi última columna, lo lamento si la centro mucho en mí, o más de lo habitual), en los comienzos de los 2000 empecé a laburar en una librería, donde poco a poco me fui transformando en un Tántalo moderno que tenía toda la literatura, los ensayos, los libros de historia, etc, etc, al alcance de la mano, pero nunca con el tiempo para poder leerlos. En esa época me hice de una gran biblioteca (los libros todavía eran baratos, y no un cuasi lujo como lo son hoy). Pero todo tiene un fin y aquel dulce suplicio terminó estallando en mil pedazos, y la vida fue yendo por distintos caminos.
En un día de cebamiento, le propuse a Andrés que los lectores de la online pudieran convertirse, al menos por un mes, en escribas de la Comiqueando. La idea le gustó y así salió la primera sección “Doble Desafío”, donde poco a poco muchos fueron enviando artículos, reseñas o lo que fuera, pero el entusiasmo mermó y el único que siguió enviando cosas era yo. Por lo que, casi de rebote, surgió la posibilidad de una columna propia.
Haciendo uso de una condición clarividente muy notoria, Andrés la llamó “La Mansión Wayne”. Y digo esto porque debo ser el único escriba de la revista que no conoce a nadie más del staff, y no porque
no se haya dado la ocasión ni las invitaciones, sino por mi eterna e insoslayable condición de ermitaño incorregible.
Desde el primer “Doble Desafío” pasaron casi doce años. Hoy tomo esta decisión no sin pesar, pero convencido de que es la mejor en donde la vida me encuentra hoy.
Desde ya, mi eterno agradecimiento al gran Andrés, sin cuya pasión originaria no hubiera yo estado aquí (ni muchos más), y a todos aquellos que, mal o bien, me alentaron a seguir escribiendo día a día, columna a columna.
Para terminar, nada más que una vieja anécdota. Mientras laburaba en una odiosa feria del libro (y digo odiosa porque así lo era para quien debía trabajar en ella, para quien no era solamente un paseo y una distensión en la que boludear un rato y conseguir algún tomo a menor precio sino un verdadero calvario de horas interminables de laburo por muy poca remuneración), mientras allí laburaba, decía, me enteré que el gran Quino estaba en un stand firmando ejemplares. Pedí permiso al gerente (tenía que pedir permiso hasta para ir al baño) y me fugué. Estaba exhausto, pero quería ver al maestro. Llegué al stand, y mi decepción fue enorme: la cola tenía al menos cien metros. Así que dejé de lado todo prurito y, derrochando cararudez, me colé obscenamente y llegué hasta él. Le dije:
-Quino, disculpe, no tengo papel ni lápiz ni nada. Solamente quería darle la mano y decirle que su trabajo es espectacular. Lo admiro mucho.
El viejo me miró con simpatía, quizás comprendiendo el cansancio y la bronca por todo un estilo de vida que no se condecía con aquellos sueños infantiles que supe tener. Me dio la mano sonriendo, y recuerdo ese apretón como si hubiese durado muchísimo tiempo. Pero fue tan solo un apretón, le solté la mano, y volví al calvario. Pero algo había encendido (nuevamente) con ese momento mágico. Esta mano que escribe, estrechó la de aquel que creó nada más ni nada menos que a Mafalda y tanta gloria dibujada. La historieta, de alguna manera, me salvó y lo seguirá haciendo. Pero hoy necesito llegar a nuevos horizontes.
Quisiera darle la mano a todo ese mundo, a todo ese género, a todo ese universo que tanto, tanto da y que llevará eternamente el karma de ser un arte menor. Pobre de aquel que no conozca su potencial.
A todos, gracias por todos estos años. Por todos los elogios y las puteadas. Todo me sirvió para crecer.
Un abrazo y quizás nos volvamos a ver pronto… en el Salón de la Jus… eh, no. Bueno, algo así.